Derrames
Estridente,
se derrama sobre los guardapolvos. Como papelitos arrastrados por un viento
invisible corren a las puertas de sus
aulas. La escuela es muy antigua. Paredes de cemento verdoso surcado por
profundas rajaduras, altos ventanales, marco de madera pintado y vidrio que
refleja incómodo los rayos de un austero sol de inicios de primavera.
Las maestras de riguroso
delantal duro de almidón miran sin ver, mientras intercambian historias en
secreteos con sus cabezas ladeadas, casi tocándose.
Los seis años de Pedro siempre
se sobresaltan con el timbre. Esta no es la excepción. Corre hacia su
aula, cruza todo el patio. Las glicinas
explotaron de flores esta semana. La pérgola y las baldosas del piso están
violetas, Pedro corre. La suela de sus zapatos negros está inundada de flores.
Una patinada y el mundo se
detiene.
¡Otra vez! Una voz silenciosa se
queja. Desgarrado el blanco en el trasero violeta. Otra vez el guardapolvo
sufre. Los guardapolvos almidonados corren a socorrer. Susurran al paso veloz
de las piernas.
-Otra vez Pedro, otra vez Pedro-
dicen zumbando.
Se agachan sobre el magullado y,
sin sonido, lo calman. Es una herida de tela nomás. No vendrá la muerte ni el
desguace por ella. La madre lo va a remendar.
El delantal roto se incorpora,
sin mirarse la herida, trata de ocultar la mugre violeta. Pedro, en cambio, ni
se preocupa. Se derrama entre los otros y ya lo lleva al vuelo en su corrida
hacia el aula.
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