SOMBRAS
Perros
en la plaza de toros. Debajo de las gradas. Huelen, buscan… Los observo. Quieta. Me alejo y me
acerco. Inmóvil. Sólo el lente se mueve, me trae a los perros y se los lleva.
¿Qué
buscan?
Restos
de alimentos caídos hace años, en la última corrida de toros de la plaza. Los
olores persisten, resisten años de lluvias y vientos….
Columnas de hierro oxidadas por el
tiempo y la humedad sostienen las gradas de la plaza de toros. Algunas, de
madera, habrán resistido al vivar de las hinchadas, pero no sobrevivieron al
paso de los años. Ya no queda nada de ellas. Las de cemento, sí. El transcurrir
apenas las cinceló: aquí y allá, una fractura, una grieta, un surco de tiempo.
La
lluvia y el hierro dibujaron con tinta de óxido el cemento de
papel. Dejaron ríos de sangre
de toro oxidada en las gradas. Restos de vida
Las corridas de toros de prohibieron
en el Rio de la Plata. Gozar con el sufrimiento del animal. Con su muerte.
Pero los perros…
Buscan
rastros de una perra en celo, que los invita al amor, o a continuar la especie.
Especie de perros callejeros, sucios, flacos, lúcidos, vivaces, saben buscarse su propio alimento y su propia
perra. Callejeros. Libres. Libres y presos de su libertad. Altivos, resienten miradas de desconfianza. Sin caricias, sin vacunas, sin cuidados
cuando el dolor aparece. Pero siempre libres, sin correas.
Buscarán
un hogar, un refugio, un plato de comida, una gota que alivie ese salto
incansable de las pulgas en el lomo. Imposibles de alcanzar
¿Se
mueven?
Se me
escapan. Corren, desesperadamente, tan rápido que no llego a captar sus
rostros. Sí, sus cuerpos. Se me escapan
del foco de la cámara. Salen movidas las fotos. Movidas en medio de tanta
quietud.
De tanto silencio, el movimiento desenfoca.
No se puede controlar. No puedo adivinar el próximo giro, el próximo paso. A veces intuyo, a veces yerro.
¿Ladran?
Ladran,
ladran y gruñen. Se enojan, se desesperan. No encuentran y gruñen. Vislumbran
algo y gruñen, y vuelven a desesperar. Desesperan
detrás de un olor, detrás de una sombra.
. Uno
detrás del
otro
y se dan
vuelta. El blanco primero,
el oscuro después .
Y, al
revés,
el blanco queda detrás.
Cuando
uno ladra, el otro también. Cuando uno gruñe, el otro va a oler el gruñido. Qué
parecidos, qué diferentes. Uno blanco,
otro oscuro, uno grande, otro mediano. Tan parecidos en el hambre, en la calle.
Se van corriendo. Algo sucede en otro
lugar. Y los llama. Me quedo quieta, donde estaba. Sigo escuchando los
ladridos.
Se empieza a ir la luz, el sol se
apaga, viene la noche. De a poquito, casi imperceptible a los ojos
humanos. Un abismo de diferencia para la
cámara, dos puntos más de apertura. Y
sale oscura la escalera
Cierro los ojos. Y quedan ahí restos del cemento cincelado y
algunos fantasmas de madera, siluetas de las gradas que no pudieron con tanto
transcurrir. Entonces, lo siento. Un
instante antes de abrir los ojos, es la última estocada, es el ladrido aún
lejano que los anuncia:
Volverán los perros. Son los toros
de la plaza, sus dueños, sus guardianes.
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