lunes, 3 de diciembre de 2012

Nuevo texto de Ayelén Attías, diciembre de 2012


SOMBRAS

            Perros en la plaza de toros. Debajo de las gradas. Huelen,  buscan… Los observo. Quieta. Me alejo y me acerco. Inmóvil. Sólo el lente se mueve, me trae a los perros y se los lleva.
            ¿Qué buscan?     
            Restos de alimentos caídos hace años, en la última corrida de toros de la plaza. Los olores persisten, resisten años de lluvias y vientos….
Columnas de hierro oxidadas por el tiempo y la humedad sostienen las gradas de la plaza de toros. Algunas, de madera, habrán resistido al vivar de las hinchadas, pero no sobrevivieron al paso de los años. Ya no queda nada de ellas. Las de cemento, sí. El transcurrir apenas las cinceló: aquí y allá, una fractura, una grieta, un surco de tiempo.
La  lluvia y el hierro dibujaron con tinta de óxido el cemento de papel.  Dejaron  ríos de sangre  de toro oxidada en las gradas. Restos de vida
Las corridas de toros de prohibieron en el Rio de la Plata. Gozar con el sufrimiento del animal. Con su muerte.
Pero los perros…
          Buscan rastros de una perra en celo, que los invita al amor, o a continuar la especie. Especie de perros callejeros, sucios, flacos, lúcidos, vivaces,  saben buscarse su propio alimento y su propia perra. Callejeros. Libres. Libres y presos de su libertad.  Altivos, resienten miradas de desconfianza.  Sin caricias, sin vacunas, sin cuidados cuando el dolor aparece. Pero siempre libres, sin correas.
            Buscarán un hogar, un refugio, un plato de comida, una gota que alivie ese salto incansable de las pulgas en el lomo. Imposibles de alcanzar
            ¿Se mueven?
            Se me escapan. Corren, desesperadamente, tan rápido que no llego a captar sus rostros. Sí, sus cuerpos.  Se me escapan del foco de la cámara. Salen movidas las fotos. Movidas en medio de tanta quietud.
             De tanto silencio, el movimiento desenfoca. No se puede controlar. No puedo adivinar el próximo giro, el próximo paso.   A veces intuyo, a veces yerro.
            ¿Ladran?
            Ladran, ladran y gruñen. Se enojan, se desesperan. No encuentran y gruñen. Vislumbran algo y gruñen,  y vuelven a desesperar. Desesperan detrás de un olor, detrás de una sombra.
. Uno
                                 detrás del otro
 y se dan vuelta. El blanco primero,
                                                          el oscuro después .
            Y, al revés,
el blanco queda detrás.
Cuando uno ladra, el otro también. Cuando uno gruñe, el otro va a oler el gruñido. Qué parecidos, qué diferentes.  Uno blanco, otro oscuro, uno grande, otro mediano. Tan parecidos en el hambre,  en la calle.

            Se van corriendo. Algo sucede en otro lugar. Y los llama. Me quedo quieta, donde estaba. Sigo escuchando los ladridos. 
            Se empieza a ir la luz, el sol se apaga, viene la noche. De a poquito, casi imperceptible a los ojos humanos.  Un abismo de diferencia para la cámara, dos puntos más de apertura.  Y sale oscura la escalera
            Cierro los ojos.  Y quedan ahí restos del cemento cincelado y algunos fantasmas de madera, siluetas de las gradas que no pudieron con tanto transcurrir. Entonces, lo siento.  Un instante antes de abrir los ojos, es la última estocada, es el ladrido aún lejano que los anuncia:
            Volverán los perros. Son los toros de la plaza, sus dueños, sus guardianes. 

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