El espejo del cielo
La hilera, a lo largo de la calle, titila en sus luces unos
instantes hasta apagarse. Han perdido el brillo de la noche tras un espeso
cielo azul de fondo; vencidas, de repente, todas se callaron. Sólo una quedó,
encendida hasta un reto directo del sol. Una escoba solitaria rasca y rasca la
vereda, luego se suman otras dos y varias más. El sonido apurado en los pasos
aumenta; tacos y zapatos repiquetean en
un tambor de campo de batalla. Chicos de
guardapolvo blanco, desalineados tras el otoño y el invierno, caminaban sin el
contento, ante el timbre insistente del
primer recreo. Pero eso será más tarde. El rugido de los colectivos, los taxis
y los autos se mezcla con el escape de vapor de la máquina de café humeante
dentro del bar, con los clientes apurados y el choque platos y tazas. Una
señora se detiene en la verdulería, pegada al bar, con un changuito nuevo,
brillante, verde y amarillo; un lujo encontraste con la pollera marrón y un
sobretodo, al que se le ha fugado el color.
Frente
a frente con las verduras, analiza los
precios y la calidad. Tomaba una naranja, la apretujaba con toda su fuerza
débil y la devolvía al cajón. Lo mismo con los tomates, las chauchas, las
berenjenas y, por último, el melón al que apenas logró hundir dos dedos con el
peso de su brazo. Y, por allá, con delantal rojo y lapicera en la oreja, un hombre habla con dos
muchachos que bajan sin pausa cajones de
fruta y verdura, hasta la altura de una muralla sobre la vereda. La señora
murmuró alguna cosa y siguió su camino. Y, de pronto, gris, gris sobre la media
mañana: nubes y más nubes y la incipiente llovizna no se hace esperar.
Despierta una docena de paraguas, corridas y borra los rostros de los pasajeros
tras los vidrios empañados de los
colectivos repletos. La primavera recobra fuerzas en pocos minutos. La
psiquis del tiempo se debate bajo el techo del puesto de diarios:
-¡Qué tiempo
loco! ¿Cuánto más va a seguir lloviendo? – Le dice un hombre al diariero con
una bolsa de supermercado en la cabeza para protegerse de la lluvia.
El bar hace el
recambio de clientes, viste sus mesas con manteles, cubiertos y copas. El
cocinero, vestido de pantalones, camisa, gorro blanco y mocasines marrones
coloca en la esquina un cartel escrito con tizas de colores:
–Menú Ejecutivo: Ravioles con estofado $39,90- .
Algunas personas
se detienen, observan el cartel y el bar con timidez se vuelve a poblar. Dentro, la televisión con las
noticias a todo volumen competía con “dos menú, cuarto tinto, soda”, “cortado y
café, cierra la dos” y el choque de platos. Del otro lado de la ventana, el
diariero descansa sobre una banqueta de hierro con el brazo apoyado sobre la
pila de diarios que han quedado sin vender. Preparaba su retirada.
Las viejas
desaparecieron de la faz de la calle. Una bandada blanca de escolares grita,
ríe corre, se tropiezan, se abrazan. Dos madres llevan la delantera, cansada y
lenta. Arrearon la decena de infantes, camperas, gorritos, mochilas, una
gaseosa, valijas con rueditas y alguna
bolsa con las compras hasta desaparece en la primera esquina.
La vereda está
en calma
Algunos negocios
cerraron. Los autos no vieron el peldaño de la tarde y se peleaban a los
bocinazos. Un hombre detuvo su auto bajo
la sombra de un árbol y se despatarró de siesta.
Al despertar,
titila algo de agonía. El día ya no es el día, era la tarde. Rascó su
cabeza, se peinó con los dedos y se
marchó.
Lenta y
decidida, la tarde se opaca. A nadie le importan ya las nubes. No hay temor de
nuevas lluvias que interrumpan o entorpezcan lo planificado. La pendiente del
día sólo lleva a pensar en cerrar algunos asuntos. A toda potencia los pájaros
arremetieron con la última sinfonía. Sólo uno despertará en la noche y dará su
voz impertinente en el silencio.
Pequeños cuadrados de luz se pintaron en las ventanas de casa y
edificios.
-Es de noche y
le dicen las “7hs tarde”- dice el último cliente del bar a la camarera con el
delantal sucio y los ojos hipnotizados en la calle. Dos supermercados en la misma cuadra
contradicen a casi todos los comercios y, si algunos bajan sus persianas, ellos
se llenaron de gente y le dieron algo más de cuerda al movimiento del barrio.
Luego, sin sutilezas, desprolijas, las veredas se dejaron morir.
La hilera de
luces, a lo largo de la calle, hace rato que brilla despierta.
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