martes, 30 de julio de 2013

La costurera, un cuento de Gabriela Ramos, julio de 2013

La costurera

            Había dejado caer un dedal sobre el piso. Era dorado y brillaba con los primeros rayos de sol. En la mesa, aún estaban las telas extendidas: una roja, una verde y otra con flores rosas. Decidió seguir cosiendo sin el dedal. Marcó con tiza el corte y luego comenzó a hilvanar. El rayo de sol, ya se encontraba en su regazo, después de una hora de trabajo. Se pinchó el dedo y la sangre le brotó hasta manchar la tela. Se levantó de un golpe y corrió hasta el baño. Luego, tuvo que ir al lavadero para dejar en agua la tela, no quería usar jabón, podía arruinar la buena calidad de una tela comprada en oferta y que, en general, era carísima. Cuando volvió a la sala de costura, parecía estar todo desordenado. Al levantarse, las telas habían caído sobre el piso (estaban arrugadas) al igual que el dedal, que encontró unos minutos después. Ordenó todo de tal manera que, al final, ya no sabía por dónde recomenzar. Tomó la tela roja, la estiró, la palpó, la sacudió. Al sacudirla, en el rayo de sol podía verse la suciedad de esa tela, todo un arcoiris de polvillo: no era de tan buena calidad como la que se le había manchado. Sintió una pequeña molestia en el dedo, así que dejó la tela sobre la mesa y volvió al baño. Tomó la botella de alcohol etílico del botiquín, que más que botiquín era una caja de cartón forrada con papel de diario. Siempre había querido pintarla, pero nunca lo hizo. En realidad, había querido ser escritora, pero eso tampoco. Nunca.. De chica, su hermana mayor le había enseñado a coser: le enseñó a tomar el corte de alguna ropa y luego confeccionar una nueva,  ella misma. Le parecía absurdo pensar que hilvanar podía tener algo que ver con escribir. La hermana, además, le decía que no era para ella, que eso lo hacía solamente gente importante, que ella nunca conocería. Y ella lo entendió. Así que se curó la herida, le ardió bastante y, en un gesto de altanería, se sintió orgullosa de, en lugar de callos por escribir, o por tocar la guitarra, tener una herida de costurera. Antes que se cayera el dedal al suelo, antes de hilvanar incluso, luego de pincharse el dedo, antes de ir al baño y después de sumergir la tela en el balde con agua, ella había soñado, por un instante, que podía ser escritora. Ahora, que veía su herida, pensaba que eso no era para ella, una vez más. Sin embargo tuvo ganas de escribir algo, tomó un lápiz y un cuaderno viejo del cajón de la mesa de teléfono y comenzó:

            La costurera era una mujer solitaria, como los escritores. Llevaba una herida en el dedo. Ese dedo era enorme, gordo y tenía la forma de una salchicha. Era un dedo particular, siempre terminaba herido y la costurera siempre se preguntaba por qué siempre en el mismo dedo: “¿Es algún designio? ¿Es el destino? ¿Qué quiere decir una herida tras otra en un dedo tan feo?”  Porque era distinto a los demás, no sólo por las cicatrices que iba juntando a través de los años, sino porque era verdaderamente feo. La costurera solitaria, pasaba horas cosiendo y siempre su dedo terminaba herido. Lo curioso era que no le dolía tanto como al dedo. Ella llevaba la aguja hacia la tela, clavaba una puntada y enseguida el dedo sangraba, sangraba tanto que le manchaba las telas, y ella perdía todo el tiempo en lavarlas y en curar al pobre dedo. El dedo no le contaba a nadie qué le pasaba. Ya el resto de los dedos lo sabía. Pero un día a él se le ocurrió hablar del tema con sus pares- pares, más allá de las diferencia-, y entonces todos se enojaron con la costurera. Porque, después de todo, ella era la líder. Y ese liderazgo la costurera lo perdió por consenso y nunca más la dejaron coser. Ahora la costurera se mece en una hamaca y no hace más que mirar el polvo en los rayos de sol que entran en la ventana.


            Cuando terminó de escribir el cuento pensó que tal vez hubiese podido terminar la historia con que la costurera de aburrida se convertía en escritora. Pero le pareció muy ridículo y entonces se miró el dedo de reojo y reflexionó un poco acerca de su belleza y sobre si tal vez el designio del dedo de su cuento podría volverse realidad. Pero otra vez recordó el instante en que quiso ser escritora y se dio cuenta: también los escritores usan sus dedos para escribir sus cuentos y que el cuento también podría haberse tratado de una escritora,  solitaria como las costureras. Y  escribió:

            La escritora era una mujer solitaria, como las costureras…

            No le gustó la idea de que el dedo de una escritora tuviera un designio. Porque, después de todo, era mejor que el designio del dedo fuera sólo para la costurera porque a ella le gustaba pensar cosas que podían pasarle en la fantasía. A ella y no a una escritora importante- aunque solitaria, importante- y que se creía más allá de todo. Por eso, se dio cuenta de que  ella nunca había escrito. La costura costura no se parecía en nada a la escritura. Excepto por tener un dedo con un designio, un destino y que ganará la apuesta con sus pares.

            Es tarde y no hago más que mirar el polvillo del rayo de sol que entra por la ventana. No puedo dominar mis dedos. Ellos hacen lo que quieren. Me hubiera gustado ser costurera o escritora. Pero eso es para gentes importantes.


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