Australia
Entonces era tarde y la plaza ya
estaba repleta. La gente caminaba por la feria, evaluaba precios y calidad,
originalidad y novedad. Los jóvenes: algunos se besaban, otros reían, otros
sencillamente callaban y jugaban con yuyos, flores o piedras. Por mi parte,
miraba una palmera. Era enorme con sus hojas de penacho, creo que se le dice
palmera australiana. Pero podía ser de otra familia u origen. Qué interesante,
cada vez que soplaba el viento, ella se abría a la intemperie. Porque ella
estaba en medio de seres de todas las
edades, que la circundaban o no, según sus antojos. Muchos descansaban bajo su
manto para refugiarse del sol, para escapar al calor del atardecer. Desde el
banco verde, yo la miraba. Ella se abría de una manera especial, cuando no
había viento, apenas una brisa. Era diferente al resto de las de su familia,
una cuestión puramente formal, categoría humana. Tuve una ensoñación al
mirarla: ella movía sus fuertes raíces apenas visibles y parecía desplazarse
como si hubiera flotado sobre el mar. Luego verifiqué: ella hablaba cuando el
viento paraba, farfullaba alguna verdad tan cierta que yo la olvidaba. Y me di
cuenta por qué la olvidaba: el viento soplaba y entonces ella callaba,
desplegaba sus hojas de manera tan hermosa que uno lo olvidaba por completo,
era maravilloso.
Lo que no quedaba claro era si ella
lograba comunicarse con los pájaros. Ellos apenas se le acercaban, como quien
se acerca a una mal parada. En cambio, a mí me parecía que si hubiera sido
pájaro no hubiese negado el desafío de hacer equilibrio a su alrededor para
sentirla mejor, en el vuelo. Pero acá, desde la tierra, desde el asfalto y
desde el metal de este banco verde todo parecía estar lejano, aunque
terriblemente apetitoso.
Y hoy, acá, desde este banco, cuento
esta historia, la que la Palmera Real de Australia me cuenta,
aunque la olvido y reescribo lo que creo haber entendido.
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