martes, 2 de julio de 2013

Australia, un texto de Gaby Ramos, julio de 2013

Australia

            Entonces era tarde y la plaza ya estaba repleta. La gente caminaba por la feria, evaluaba precios y calidad, originalidad y novedad. Los jóvenes: algunos se besaban, otros reían, otros sencillamente callaban y jugaban con yuyos, flores o piedras. Por mi parte, miraba una palmera. Era enorme con sus hojas de penacho, creo que se le dice palmera australiana. Pero podía ser de otra familia u origen. Qué interesante, cada vez que soplaba el viento, ella se abría a la intemperie. Porque ella estaba en medio de seres  de todas las edades, que la circundaban o no, según sus antojos. Muchos descansaban bajo su manto para refugiarse del sol, para escapar al calor del atardecer. Desde el banco verde, yo la miraba. Ella se abría de una manera especial, cuando no había viento, apenas una brisa. Era diferente al resto de las de su familia, una cuestión puramente formal, categoría humana. Tuve una ensoñación al mirarla: ella movía sus fuertes raíces apenas visibles y parecía desplazarse como si hubiera flotado sobre el mar. Luego verifiqué: ella hablaba cuando el viento paraba, farfullaba alguna verdad tan cierta que yo la olvidaba. Y me di cuenta por qué la olvidaba: el viento soplaba y entonces ella callaba, desplegaba sus hojas de manera tan hermosa que uno lo olvidaba por completo, era maravilloso.
            Lo que no quedaba claro era si ella lograba comunicarse con los pájaros. Ellos apenas se le acercaban, como quien se acerca a una mal parada. En cambio, a mí me parecía que si hubiera sido pájaro no hubiese negado el desafío de hacer equilibrio a su alrededor para sentirla mejor, en el vuelo. Pero acá, desde la tierra, desde el asfalto y desde el metal de este banco verde todo parecía estar lejano, aunque terriblemente apetitoso.
            Y hoy, acá, desde este banco, cuento esta historia, la que la Palmera Real de Australia me cuenta, aunque la olvido y reescribo lo que creo haber entendido.


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