Fantasmas
La
conoció una oscura tarde de invierno. C. jugaba con un poco de masa en la
cocina, mientras su madre preparaba unas pizzas. Estaba sentada en el primer
escalón de la angosta escalera de mayólica beige, que daba al lavadero, cuando
la descubrió blanca y deslumbrante en el pasillo hacia la terraza.
Gritó
y salió corriendo. Cuando volvió al escalón, ella aún estaba allí, le sonreía.
C. subió despacio las escaleras.
La
madre de C. se preocupaba porque su hija
hablaba sola. Se preocupó incluso cuando C., para Navidad y Reyes,
comenzó a pedir dos muñecas, dos disfraces, uno de Blancanieves, otro de la
Bella Durmiente, dos juegos de cocina
uno de plástico, para jugar y otro de acero inoxidable. Para el día del niño,
C. pidió un par de patines y La Divina Comedia.
La
llevó al psiquiatra, quien luego de embadurnarle la cabeza con una sustancia
rancia, pegajosa y llenarla de cables, diagnosticó, con toda su sapiencia y
años de estudio, que C. era una niña normal, sólo jugaba con un amigo imaginario.
Aconsejó a la preocupada madre que llevara a su pequeña hija más seguido a
jugar a la plaza y se involucrara más en apoyar las inquietudes que todo niño
como C. seguramente tendría.
¡Pero este estúpido atrevido, venir a decirle cómo
debía criar a su hija!
C.
pasaba horas hablando con su amiga, quien le contaba historias fantásticas. La
que más le gustaba era sobre los caballeros del medioevo, a quienes había
acompañado en las Cruzadas. C. solía cuestionar la supuesta justicia de semejante carnicería. Su amiga le contestaba
de mala gana: gracias a esa y a otras tantas matanzas, había logrado una buena
reputación y el respeto de su gente.
A
C. le daban risas estas respuestas, llenas de
orgullo, creía que en ellas no había maldad.
Maldad
hay en los vivos contra los vivos.
La
madre de C. se levantaba muy temprano, preparaba el desayuno, té con leche con
pan del día anterior con manteca y despertaba a su hijo. Mientras se bañaba, le planchaba la camisa,
también la de su marido, a quien despertaría una hora más tarde. Siempre vestía
con un viejo y descolorido batón, aún en invierno. Le gustaba disfrutar del
silencio en las mañanas y conversar con
su hijo, el primogénito, poseedor de una brutal inteligencia, que utilizaba
sólo para su propio provecho. Todo aquello que no le redituara algún beneficio
carecía para él de la más mínima importancia, lo degradaba a la nada. Y, como
la nada es nada, muchos mortales ya absorbidos y triturados para la
satisfacción de sus necesidades, deambulaban a su alrededor, como fantasmas.
La
madre de C., enamorada de su hijo, tan magnífico y maravilloso, aun cuando
llegaba casi desmayado por la borrachera, intentaba hasta la corrupción
satisfacer las necesidades de ese ser. Él era de ella, ella era de él.
Opinaba que C. era una nena tonta, de pocas
luces, un castigo por abandonar a quien amó con toda su alma, un amor prohibido
consumado en las calurosas noches de su tierra natal. Un amor del que no pudo
escapar, aun después de casarse con aquel buen hombre trabajador y respetuoso,
padre de C., ferviente creyente en la paternidad de su hijo.
La
amiga de C. solía desaparecer durante algunas épocas cuando tenía hambre. No
era fácil hacerse de comida por el barrio.
Prefería irse de viaje a Medio Oriente, donde desde hace miles de años
se consigue buena mercadería y en cantidad, hay tanto disponible y no hace
falta discutir con otras como ella, que
van a alimentarse.
En esos días C. volvía a la vida aunque
extrañaba a su amiga. Disfrutaba los juegos de la plaza, conversar con otros
chicos, hasta de hablar en la mesa familiar. Sin embargo dentro de ella
habitaba el vacío.
En unos de esos días de ausencia de su amiga, escuchó a su madre
discutir con su hijo.
- ¡No te vayas! ¡Me arrancás el alma! ¡Es una puta! ¡Y fea, si tiene cara de hipocampo!
Por
el agujero de la cerradura C. vio a su hermano con el bolso azul que ella
usaba para ir al
club en una mano.
-
¿Tenés plata?
-
Ya me voy a arreglar.
Su madre sacó del
bolsillo del batón un sobre marrón, el mismo que su padre solía entregarle
cuando cobraba el sueldo y lo puso dentro del bolsillo exterior del bolsón.
- Llamame.
- Voy a ser famoso, guardá esto que escribí, en unos años va a tener
mucho valor.
“Querido Adán:
Hijo mío, quiero que sepas que te amo.
Me has traicionado. Ella se ha interpuesto
en nuestro amor, te la regalé para que la usaras. Darte una compañía tranquila
y agradable era mi idea, sin embargo...
Me conozco bien, y sé que permaneceré
ofendido toda la eternidad. En
un acto magnánimo, permitiré que sobrevivan.
Ya no me verás, pero sabrás de mí, cuando
yo quiera. Te condeno a buscarme, cuando creas hallarme, estaré a un costado
viendo cómo caes.
Sufriré por ti, y me pido a mí mismo
perdonarte, a tu compañera también.
Adiós,
Dios”
La madre de C. al leer el arrugado y amarillento papel, quedó aun más
convencida del talento inigualable de su primogénito
Una
asfixiante noche, volvió, pero para despedirse. La vio reflejada en la pared de su habitación. Hermosa, brillante, etérea.
Le habían encomendado un trabajo, debía alimentarse de tal modo que no
descubrieran los desechos, so pena de volver a vivir y ser alimento de sus
jefes. Era mejor alejarse. Acechaban tiempos oscuros, raros, impredecibles. No
era el momento aún, algún día se volverían a ver, juntas viajarían hasta las
cimas de las montañas, donde el brillo de la nieve enceguece y donde el
alimento aire.
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