viernes, 19 de julio de 2013

Fantasmas, por Juan Escalona, julio de 2013

Fantasmas

            La conoció una oscura tarde de invierno. C. jugaba con un poco de masa en la cocina, mientras su madre preparaba unas pizzas. Estaba sentada en el primer escalón de la angosta escalera de mayólica beige, que daba al lavadero, cuando la descubrió blanca y deslumbrante en el pasillo hacia la terraza.
            Gritó y salió corriendo. Cuando volvió al escalón, ella aún estaba allí, le sonreía.
C. subió despacio las escaleras.


            La madre de C. se preocupaba porque su hija  hablaba sola. Se preocupó incluso cuando C., para Navidad y Reyes, comenzó a pedir dos muñecas, dos disfraces, uno de Blancanieves, otro de la Bella Durmiente,  dos juegos de cocina uno de plástico, para jugar y otro de acero inoxidable. Para el día del niño, C. pidió un par de patines y La Divina Comedia.
            La llevó al psiquiatra, quien luego de embadurnarle la cabeza con una sustancia rancia, pegajosa y llenarla de cables, diagnosticó, con toda su sapiencia y años de estudio, que C. era una niña normal, sólo jugaba con un amigo imaginario. Aconsejó a la preocupada madre que llevara a su pequeña hija más seguido a jugar a la plaza y se involucrara más en apoyar las inquietudes que todo niño como C. seguramente tendría.
            ¡Pero  este estúpido atrevido, venir a decirle cómo debía criar a su hija!

            C. pasaba horas hablando con su amiga, quien le contaba historias fantásticas. La que más le gustaba era sobre los caballeros del medioevo, a quienes había acompañado en las Cruzadas. C. solía cuestionar la supuesta justicia de  semejante carnicería. Su amiga le contestaba de mala gana: gracias a esa y a otras tantas matanzas, había logrado una buena reputación y el respeto de su gente.
            A C. le daban risas estas respuestas, llenas de  orgullo, creía que en ellas no había maldad.
            Maldad hay en los vivos contra los vivos.

            La madre de C. se levantaba muy temprano, preparaba el desayuno, té con leche con pan del día anterior con manteca y despertaba a su hijo.  Mientras se bañaba, le planchaba la camisa, también la de su marido, a quien despertaría una hora más tarde. Siempre vestía con un viejo y descolorido batón, aún en invierno. Le gustaba disfrutar del silencio en las mañanas y  conversar con su hijo, el primogénito, poseedor de una brutal inteligencia, que utilizaba sólo para su propio provecho. Todo aquello que no le redituara algún beneficio carecía para él de la más mínima importancia, lo degradaba a la nada. Y, como la nada es nada, muchos mortales ya absorbidos y triturados para la satisfacción de sus necesidades, deambulaban a su alrededor, como fantasmas.

            La madre de C., enamorada de su hijo, tan magnífico y maravilloso, aun cuando llegaba casi desmayado por la borrachera, intentaba hasta la corrupción satisfacer las necesidades de ese ser. Él era de ella, ella era de él.
Opinaba que C. era una nena tonta, de pocas luces, un castigo por abandonar a quien amó con toda su alma, un amor prohibido consumado en las calurosas noches de su tierra natal. Un amor del que no pudo escapar, aun después de casarse con aquel buen hombre trabajador y respetuoso, padre de C., ferviente creyente en la paternidad  de su hijo.

            La amiga de C. solía desaparecer durante algunas épocas cuando tenía hambre. No era fácil hacerse de comida por el barrio.  Prefería irse de viaje a Medio Oriente, donde desde hace miles de años se consigue buena mercadería y en cantidad, hay tanto disponible y no hace falta discutir con otras  como ella, que van a alimentarse.
En esos días C. volvía a la vida aunque extrañaba a su amiga. Disfrutaba los juegos de la plaza, conversar con otros chicos, hasta de hablar en la mesa familiar. Sin embargo dentro de ella habitaba el vacío.

            En unos de esos días de ausencia de su amiga, escuchó a su madre discutir con su hijo.
- ¡No te vayas! ¡ Me arrancás el alma! ¡Es una puta! ¡Y fea, si tiene cara de  hipocampo!
Por el agujero de la cerradura C. vio a su hermano con el bolso azul que ella
usaba para ir al club en una mano.

- ¿Tenés plata?
- Ya me voy a arreglar.

Su madre sacó del bolsillo del batón un sobre marrón, el mismo que su padre solía entregarle cuando cobraba el sueldo y lo puso dentro del bolsillo exterior del bolsón.

            - Llamame.
            - Voy a ser famoso, guardá esto que escribí, en unos años va a tener mucho valor.

“Querido Adán:

Hijo mio, quiero que sepas que te amo.
Me has traicionado. Ella se ha interpuesto en nuestro amor, te la regalé para que la usaras. Darte una compañía tranquila y agradable era mi idea, sin embargo...
Me conozco bien, y sé que permaneceré ofendido toda la eternidad. En un acto magnánimo, permitiré que sobrevivan.
Ya no me verás, pero sabrás de mí, cuando yo quiera. Te condeno a buscarme, cuando creas hallarme, estaré a un costado viendo cómo caes.
Sufriré por ti, y me pido a mí mismo perdonarte, a tu compañera también.
Adiós,
      
                           Dios”


            La madre de C. al leer el arrugado y amarillento papel, quedó aun más convencida del talento inigualable de su primogénito


            Una asfixiante noche, volvió, pero para despedirse. La vio reflejada en la pared  de su habitación. Hermosa, brillante, etérea. Le habían encomendado un trabajo, debía alimentarse de tal modo que no descubrieran los desechos, so pena de volver a vivir y ser alimento de sus jefes. Era mejor alejarse. Acechaban tiempos oscuros, raros, impredecibles. No era el momento aún, algún día se volverían a ver, juntas viajarían hasta las cimas de las montañas, donde el brillo de la nieve enceguece y donde el alimento aire.

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