jueves, 28 de agosto de 2014

William Borroughs Tennessee, un cuento de Diego Soria, agosto 2014

Williams Burroughs Tennessee

“yo escribí las que me han tocado, pero ahí afuera hay un mundo de cosas que buscan ser arrancadas de la oscuridad antes de ella te arranque a ti”
Williams Burroghs Tennessee


La pantalla del monitor se refleja en los lentes de Ricardo. Hundido en la silla ergonómica extiende un brazo para “clickear” desganado al mismo tiempo que toma un café. Ricardo trabaja todos los días en una oficina, pasa el día llamada tras llamada a desconocidos, intenta venderles una cobertura de prepaga. Él les cuenta las ventajas de sumarse a la protección de “San Jorge” aunque muchas veces le cortan el teléfono sin dejarle hablar más allá de un: “Buenas tarde, lo llamo de…” e inevitablemente la única respuesta es el tono telefónico. Ricardo suspira, tacha el número de una lista y marca el siguiente.

Al llegar el mediodía Ricardo aprovecha el tiempo de descanso para hacer lo que más le gusta: escribir, toma su bolso negro y sube los dos pisos que separan las oficinas de la terraza. Los años y el sobrepeso le demandan más esfuerzo cada vez para superar las escaleras, pero cuando llega traspone la puerta de emergencia y el calor del día le invade el cuerpo. Camina hasta un rincón preferido de la terraza, allí donde un viejo cajón de madera lo espera. Otrora abandonado a su suerte hoy lo espera convertido en su atelier al aire libre. Ricardo abre el bolso con celo, como quien lleva algo muy frágil, saca un sobre marrón de su interior que contiene una pila de hojas escritas a máquina y anilladas. Se puede ver tachones en las hojas y en la primera un título con letras grandes: “Invierno en Septiembre” un poco más abajo: por Ricardo Brown. El sueño de escritor sobrevuela los quince minutos de descanso. Sus ojos se hunden en correcciones incalculables y la sensación de acometer una tarea homérica invade su ser. A veces le llega desde algún lugar lejano pero certero la sensación de vacío, de frustración. Aun así no renuncia, se pregunta: ¿Cómo harán los escritores profesionales?, ¿Cuándo Cortázar sabía que una historia estaba aceptablemente escrita? Piensa: Quizás el bolígrafo calle alguna respuesta, guarde tal vez para sí el secreto de la simbiosis entre al autor y su medio, entre los parques y los senderos que se bifurcan. Se acaba el tiempo y la novela con nuevos tachones vuelve al sobre, al bolso, al hombro de Ricardo que desciende a las oficinas.

El departamento de Ricardo es un mundo patas arriba, al entrar al mono ambiente hay que encender la luz para espantar las sombras, verdaderas dueñas del lugar gracias a una cortina oscura que cubre la única ventana. El foco en el centro de la habitación parpadea y cuelga como una tripa arrancada al techo-vientre. Sobre la mesa marrón los cadáveres de varios libros yacen con algunas de sus páginas marcadas, junto a ellos un lapicero y una computadora portátil. Desde el baño Ricardo canta sin ninguna vergüenza Rapsodia Bohemia mientras el vapor escapa por debajo de la puerta. En la pequeña cocina se apilan platos sucios, cajas de pizzas y una botella de aceite, testigo del abandono. Se oye la ducha menguar su caída hasta que enmudece. La cama es una montaña de ropa desordenada. Ricardo ahora camina envuelto en una toalla, enciende la computadora y la cafetera. Sobre una de las paredes hay varias estanterías llenas de libros, uno sobre otros sin un orden aparente. El realismo mágico se choca con el “never more” de Poe y Pedro Páramo se topa con Guy Montang. Pero entre todos ellos se destaca por su orden la obra completa de Williams Burroughs Tennessee, el autor favorito de Ricardo, un prosista de Nueva York. El autor de culto quien le dio el empellón definitivo para escribir su “Invierno en Septiembre”. Su obra maestra “Together or dominated” dio un respingo a la alicaída literatura internacional y a su imaginación.  

Los mails se parecen entre sí:

De: Editorial Tusitala
“Su novela no ha sido seleccionada para integrar nuestra colección...”


De: Editorial  Meridiano
“Agradecemos su interés por mostrarnos su trabajo, pero su novela no tiene el nivel necesario para ser editada…”


De: editorial Pedernal
“su novela no tiene chispa ¡No insista!...”

Ricardo respira resignado, todas las noches es lo mismo, varias docenas de mails rechazan su manuscrito, no logra convencer a ningún editor de publicar su novela. ¡Qué pensaría Williams en una situación así!  También él debió pelear contra todos. No queda más que insistir a brazo partido hasta encontrar a alguien con más visión. Su “Invierno en Septiembre” es una historia, quizá su propia historia de Quijote a la espera de poder salir de un sobre papel madera.

Ricardo cliquea y elimina mails, pero uno le llama le atención

De: Fernando
¿Qué haces Richard?, ¿cómo andas?
Te escribo para contarte algo interesante, la semana próxima viene a cenar al bodegón tu amado Williams Burroughs.
El tipo está de gira presentando su libro y su representante eligió mi Bodegón para que él cene en privado con varios intelectuales de acá. Ese tal Williams está un poco loco, ¿no te parece?, ¡dejar la cocina del hotel por un bodegón!
Si te animas te puedo meter en la reunión disfrazado de mozo, me voy a reír mucho si decís que sí.
Saludos, Amigo
Fer.

 Apenas termina de leer el mail, Ricardo llama a su amigo Fernando, le dice sí a su propuesta muy contento, casi exultante. Bromean un momento en el teléfono y cuelga. El corazón no le cabe en el pecho. Se dirige a la mesa dando pasos de baile, saca su novela del sobre y se dispone a hacer una última corrección, “Invierno en Septiembre” será un gran regalo para el maestro, luego piensa en el moño, el traje de mozo, la bandeja y sonríe con la ocurrencia.

La semana es calma, los insultos telefónicos no hacen mella en el espíritu de Ricardo, él está más interesado en el encuentro con Williams que en acercar a San Jorge a potenciales clientes. Por las tardes, después del trabajo, va hasta el “Bodegón de la Abuela” a practicar su papel de mozo. Descubre que mantener un par de botellas y vasos sobre la bandeja no es fácil, en más de una ocasión estos terminan por estallar contra el suelo ante la vista atónita y comprensiva de su amigo Fernando.
Ricardo sueña entre mesas y manteles un llamado desde Nueva York: -¡amazing your novel mi amigo, congratulations!

La noche deseada llega al fin, Ricardo mira ansioso desde la cocina. Muchos intelectuales se acomodan en las mesas separadas para el encuentro, a él poco le importa sus excentricidades y pavoneos en el pequeño mundo del bodegón de barrio, lejos, muy lejos de Manhattan.
El aroma de la comida casera argentina sobrevuela el aire cuando la puerta se abre y todos giran para mirar. Un hombre mayor de traje blanco y camisa negra avanza lentamente acompañado de una asistente. El pelo blanco escapa de su boina como las raíces de un árbol, su piel blanquísima resalta sus ojos azules, pero también su arrugado rostro de 78 años. Camina con lentitud entre las mesas ayudado por su bastón. Su expresión entre cansada y aburrida es evidente, este es un convite más, una ciudad más, al menos espera que la comida sea buena.  Ricardo esta emocionado, se prepara para hacer su papel. Los invitados saludan a Williams, algunos en un inglés tarzanezco. El escritor ocupa el sitio de honor en la cabecera de la mesa como no podía ser otra manera, acostumbrado a los honores y la pleitesía exagerada Williams soporta uno por uno a las plumas locales que alborotadas se turnan para alabar sus obras como si él mismo no las conociese, hay flashes y celulares que filman el momento.
El rostro del viejo escritor es un desierto reseco, como su Texas natal. Deja ahora su bastón de empuñadura dorada, su mano deja libre al fin el águila que adorna la empuñadura tallada.
- Thank you for this welcome –dice Williams, a pesar de que habla perfecto español, quizás intenta acortar distancias con la comida y alargarlas con sus aduladores.
 -Welcome to Argentina –dicen otros.

Comienza la cena y Williams escucha con forzada atención lo que departen sus colegas. Ricardo, mientras, cumple muy bien su papel: sirve las mesas, lleva mucha bebidas y, aunque tiene al alcance de la mano a Williams, no se anima a hablar con él. Bajo la bandeja va y viene junto a los platos “Invierno en Primavera”.

-¿Y quién es este tipo? –dice levantando los hombros uno de los cocineros.
-¿Cómo, quién? –se enoja Ricardo, “el maestro”, ¿quién si no? Una de las mejores plumas del mundo actual, lo que pasa es que vos solo lees el deportivo del diario querido… ¡más respeto!
El cocinero asimila lo dicho como un boxeador un uppercat, no dice nada, aunque le gustaría gritarle algunos insultos. Debe ser como ir a ver a Boca el domingo, “capaz” es eso piensa el cocinero mientras arquea las cejas y vuelve a la cocina… capaz es eso repite.

La madrugada avanza entre el humo de los cigarros. Algunas risas exageradas por momentos sobresaltan al resto. Los cafés de sobremesa duermen sobre el mantel y las anécdotas son las últimas del arcón de los recuerdos. Ya no queda mucho por decir. Algunos de los invitados se empiezan retirar, en especial, los que se sienten decepcionados de la falta de atención hacia ellos comparada con la dispensada a los bifes de chorizo. Williams por fin comienza a disfrutar la soledad de la madrugada, mira con simulada indiferencia la gente pasar en la vereda. Se dibujan sus figuras tras las cortinas: un grupo de chicas camina hacia algún lugar, sus sombras desparejas recorren la larga fachada y por un momento se dejan ver en la entrada, cruzan la calle con la prisa de su lozanía. Williams bebe un poco, harto de un mundo que se repite capital tras capital. Un cena más, una calle adoquinada o una asfaltada, en la ciudad a veces o en el campo rodeado de vacas y de personas, ¡que difícil! ¿Cuál es la diferencia entre los vacunos y la gorda que recita esa poesía con voz impostada?
No alcanzó a escuchar el nombre.
¿Muge?
No, dice sobre el cielo y las estrellas.
Williams piensa, cuanto mejor sería que mugiera y todos aplaudieran, y él también, todos aplauden con él y la gorda quiere regalarle algo como poesía en un papel, Williams lo acepta, sonríe, lo usará más tarde en el baño del hotel de cinco estrellas, antes o después de que la editorial le envié a la habitación una puta de tetas plásticas, otro regalo por escribir historias de la nada: un par de tetas falsas. Ella lo estruja entre las piernas, finge algo como amor. Y él es una ironía, mira de costado, aprieta una teta, o una ¿naranja? Qué más da, mañana será otra ciudad, otras calles, otra puta.

Los empleados al fin tienen un respiro y se reúnen en otra mesa a cenar, Ricardo, entre ellos, se siente uno más. Han escogido las pastas. El queso rallado va de mano en mano y la salsa humeante se une a los tallarines en volutas de sabor agridulce. Bromean mozos y cocineros, todo es distención, hasta Ricardo parece haber perdido el interés en el escritor que fuma su habano en la ya solitaria mesa del agasajo. Invierno en Primavera reposa sobre junto a las copas. Ricardo se siente animado, como quien se paraliza ante una canción que llega de pronto a la memoria, luego de miles de noches sin saber que la extrañaba. Ahora ella está ahí plantada sobre sus acordes y él se siente bien, triunfal. Los demás no notan el renacer de Ricardo, sus promesas, su seguridad al jurarse la publicación de la novela entre salsa boloñesa y tallarines.

Williams observa como un niño desde su silla la algarabía sincera del grupo de trabajadores, aunque no entiende todo lo que ellos dicen, comprende los gestos universales de la camaradería. Le recuerda sus primeros tiempos de escritor amateur, cuando recorría los viejos bares de New York, cuando no era una luminaria y recorría los antros donde bullía la poesía, el bourbon, los cuentos y las prostitutas.
Williams no sabe cómo pero, entre recuerdos y efluvios de Buenos Aires, se encontró de pie, apoyado sobre su bastón frente a la mesa de los mozos y cocineros del Bodegón que ahora lo miran intrigados. Ricardo de solo verlo vuelve a sus nervios iniciales. Todos se mueven para dejar un lugar a Williams. La cena de los cocineros continúa con una charla amena, donde el escritor se instruye sobre los secretos de un buen puchero de osobuco, las empanadas cortadas a cuchillo, el asado y demás clásicos de la comida argentina, siempre con verdadero interés. Ricardo sigue la charla con la boca seca, acaricia con los dedos el lomo de su novela, espera un momento en que poder sacar el tema.
La última mesa del bodegón se acerca a fondear la mañana. Entre risas, los cocineros tratan de explicar a Williams el término “trucho” sin que este pueda si quieras decirlo después de tanto alcohol.
La sonrisa de la resaca es triste.
Williams está feliz pero agotado, alrededor, algunas cabezas cuelgan, otros miran desde el fondo de sus ojos al infinito, esperan la señal para abandonar el barco.
Hay silencio y parece que todo acaba, cuando uno de los cocineros le pregunta a Williams: ¿cómo es eso de escribir historias que son un éxito?
Ricardo despierta, eso le puede interesar, acerca su “Invierno en Primavera” expectante.
Williams, más muerto que vivo, vuelve a la expresión grave de su reseco Texas, hace un silencio teatral, carraspea y dice: “el secreto es no escribirlos…”
Ahora todos lo miran con incredulidad.
Él sonríe y continúa: “yo no escribí más que el primer libro, el resto de mis publicaciones solo llevan mi firma, así es como se hace un éxito”, luego se lleva el vaso a la boca. Williams siente un peso enorme diluirse entre trago y trago, ya no quiere hablar más.
Ricardo piensa en su novela, en las escaleras, en la terraza. Se recostó sobre el respaldar de la silla algo incómodo con la revelación.
Afuera el sol se asoma cuando los platos comienzan su marcha a la cocina, en la calle -entre dos- suben a Williams a un taxi.
Ricardo cruza la avenida con la novela bajo el brazo, se aleja del bodegón, mentalmente, repasa la historia de sus personajes y se le ocurren algunos cambios en la historia antes de que alguien las escriba por él.

La reseca Texas se bebe el viento al pie de las ventanas de la suite, Williams no piensa en la próxima capital cuando salta al vacío.  

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