MUSEO
El museo invitaba al
silencio. Tranquilidad, espacio, luz. Un grupo de alumnos de guardapolvos
blancos y camperas de colores formaba alegre, sinuosa, una nube vivaz alrededor
de unas jóvenes maestras.
Evité, rauda,
la pequeña aglomeración. Bajé las escaleras. Una orientadora me entregó
la guía del museo y me recomendó el mejor
circuito. Tímida, le comenté que solo quería llegar al bar y tomar un café.
Un espacio amplio, limpio,
lleno de aire, permitía buscar refugio en la antigua recova.
" Pensar que por aquí circulaban
comerciantes, traficantes de esclavos, contrabando, damas, prostitutas,
carruajes, curas, caballos, marineros y capitanes". Me costaba imaginarme
aquello.
¡Qué belleza
el silencio y la luz! Juntas son la libertad para mí.
Caminé algo
displicente. Me sacaba y me ponía los lentes para leer con mayor
o menor vehemencia, según se tratase del personaje. Me dejaba llevar por mis juicios de valor,
que descansan en mis limitados conocimientos históricos.
Cuadros del prócer,
ropas, pipas, sables, escritos a pluma y tintero.
Por momentos me cruzaba con
algunos alumnos que, bajito, hablaban entre el respeto que imponía el
lugar.
Aire puro. Paredes muertas
resucitadas por la luz. Memoria. Finitud. Herencia.
Por suerte
no detecté turistas. Ese lugar era mío, con
mis cosas, nada ahí me era extraño.
Algunas
personas miraban las pantallas que daban movimiento al lugar.
En silencio y luz, llegué hasta mi
memoria. Una caricatura de aquel viejo presidente que me saludó con
nudosa mano un 9 de julio me regaló la melancolía
necesaria para comprender la burla.
Al pasar por la recova de
los gobiernos militares que sucedieron, vino a mi la conclusión a la
que recuerdo haber llegado al entender que "Pocho", "Quetejedi",
eran el alias de un innombrable.
¡Cuánta
estupidez junta! ¡Se trataba de adultos!
Pero cuando avancé a la próxima
exposición, me vi. Estaba ahí. En carne viva. A mis 13 años. Vi
mis piernas flacas, mis medias 3/4, los huesos de mis caderas que sobresalían como
orejas, las costillas sin carne. Vi a mi padre. Vi a mi madre, siempre con su
batón floreado. Vi a mi hermano salir apurado en sus pantalones claros. Me
vi salir corriendo tras él. Vi la Plaza de Mayo. Me vi cantar. Me oí gritar ¡Viva Perón, carajo! ¡Viva el Tío Cámpora! Los vi sonreír, saltar, mover las banderas. Los vi caminar
por las calles sin importar el tránsito. Los vi trepar a los
monumentos. Vi la libertad en medio de esa marea borracha de futuro. Vi las
cosas cambiar. Vi el amor en cada uno de los que estábamos ahí. Porque
la utopía estaba ahí. Yo viví en la utopía (¡Cuántos pueden decirlo!) que solo
duró ese largo e increíble día.
Las lágrimas
comenzaron a brotar. La luz del museo me molestaba. Apuré el paso
hasta el bar.
- Una lágrima,
por favor.
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