domingo, 24 de agosto de 2014

Museo, un texto de Luisa Luchetta, agosto de 2014



MUSEO

                  El museo invitaba al silencio. Tranquilidad, espacio, luz. Un grupo de alumnos de guardapolvos blancos y camperas de colores formaba alegre, sinuosa, una nube vivaz alrededor de unas jóvenes maestras.

                  Evité, rauda, la pequeña aglomeración. Bajé las escaleras. Una orientadora me entregó la guía del museo y me recomendó el mejor circuito. Tímida, le comenté que solo quería llegar al bar y tomar un café.
  
                  Un espacio amplio, limpio, lleno de aire, permitía buscar refugio en la antigua recova.

                  " Pensar que por aquí circulaban comerciantes, traficantes de esclavos, contrabando, damas, prostitutas, carruajes, curas, caballos, marineros y capitanes". Me costaba imaginarme aquello.

                   ¡Qué belleza el silencio y la luz! Juntas son la libertad para mí.

                   Caminé algo displicente. Me sacaba y me ponía los lentes para leer con mayor o menor vehemencia, según se tratase del personaje. Me dejaba llevar por mis juicios de valor, que descansan en mis limitados conocimientos históricos.
                   Cuadros del prócer, ropas, pipas, sables, escritos a pluma y tintero.
                   Por momentos me cruzaba con algunos alumnos que, bajito, hablaban entre el respeto que imponía el lugar.

                   Aire puro. Paredes muertas resucitadas por la luz. Memoria. Finitud. Herencia.
Por suerte no detecté turistas. Ese lugar era mío, con mis cosas, nada ahí me era extraño.
Algunas personas miraban las pantallas que daban movimiento al lugar.

                   En silencio y luz, llegué hasta mi memoria. Una caricatura de aquel viejo presidente que me saludó con nudosa mano un 9 de julio me regaló la melancolía necesaria para comprender la burla.
                   Al pasar por la recova de los gobiernos militares que sucedieron, vino a mi la conclusión a la que recuerdo haber llegado al entender que "Pocho", "Quetejedi", eran el alias de un innombrable.
                   ¡Cuánta estupidez junta! ¡Se trataba de adultos!
                   Pero cuando avancé a la próxima exposición, me vi. Estaba ahí. En carne viva. A mis 13 años. Vi mis piernas flacas, mis medias 3/4, los huesos de mis caderas que sobresalían como orejas, las costillas sin carne. Vi a mi padre. Vi a mi madre, siempre con su batón floreado. Vi a mi hermano salir apurado en sus pantalones claros. Me vi salir corriendo tras él. Vi la Plaza de Mayo. Me vi cantar. Me oí gritar ¡Viva Perón, carajo! ¡Viva el Tío Cámpora! Los vi sonreír, saltar, mover las banderas. Los vi caminar por las calles sin importar el tránsito. Los vi trepar a los monumentos. Vi la libertad en medio de esa marea borracha de futuro. Vi las cosas cambiar. Vi el amor en cada uno de los que estábamos ahí. Porque la utopía estaba ahí. Yo viví en la utopía (¡Cuántos pueden decirlo!) que solo duró ese largo e increíble día.

                    Las lágrimas comenzaron a brotar. La luz del museo me molestaba. Apuré el paso hasta el bar.  

                    - Una lágrima, por favor.

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