El color de las flores
A los dieciocho, se había
puesto de novia con el más deseado de la escuela secundaria. Se interesaba
mucho por la lectura, le gustaba leer esto y aquello con mucha curiosidad. En
la plaza del centro habían golpeado a un adolescente con furia. El abuelo entonces
era concejal y ella lo quería mucho.
Yo, a mis quince, perdí mi
virginidad, estaba muy curiosa por saber de qué se trataba y no me causó placer
hacerlo. Más me daba miedo saber que de eso se trataba, algo superficial,
nada que ver con mi fantasía. Llegó un
día en que ella se fue de viaje a Europa, becada. Allá había mucho por
descubrir y le esperaban desafíos. Su
padre la extrañó durante años, aunque ella le escribía una vez por mes. Siempre
los secretos de la familia me causaron intriga y al mismo tiempo me costaba
armarlos de modo comprensible. Un día encontramos fotografías viejas y un libro
de poesías de un tatarabuelo. Mi abuela era la más hermosa de la familia: alta,
delgada, rubia, piernas fuertes. Todo en ella brillaba y era muy buena, aunque
un poco estricta. Un día tomé el tren y vi a un hombre en las vías, muerto,
destrozado. Era muy triste pensé, al
tiempo que sentí terror a la muerte. Esa familia estaba dispersa por todo el
mundo.
Hubo una feria en la que
podía consultarse la ascendencia, pero yo andaba entre mis juegos y aventuras
en el barrio con mis amigas. El doctor había dicho: sólo debía tomar la
medicación. Un día miró a su madre con
tristeza, lamentaba un poco haberse ido tan lejos, haber discutido tanto,
aunque afuera le habían pasado cosas muy buenas. Mi abuela me compraba todo
cuando iba a verla. Pantalones, camisas, pulóveres. Era mi segunda mamá, sin
embargo, me malcriaba demasiado.
Quedó
embarazada a los treinta y ocho años. No estaba en su país y ya había vivido lo
suficiente como para decidir tener un hijo. Jacinta, mi abuela, había vivido
lejos de su madre durante toda su infancia y eso hizo que odiara a su hermana menor, quien
nunca había perdido contacto con su madre. En el barrio pasaban cosas extrañas.
Íbamos descubriendo el mundo de manera algo azarosa y desordenada. La
experiencia dela escuela no era la misma de la del barrio y esa no era la misma
de la de los medios. Por otra parte, estaba la lectura y las películas, de modo
que la realidad tenía forma de diamante. Por un lado, ella se había ido para
estar lejos de sus padres, por otro, lo había hecho como un reto. Se desafiaba
a sí misma.
La
abuela se enfermó de Alzhéimer. Toda la familia se entristeció. En el barrio
siempre había olor a sahumerios y tiendas de sirios, judíos e indios. Un día
fue a la escuela con un vestido de color rosado satén y todas sus compañeras se
rieron. Siempre que se acuerda se pone colorada y se ríe de sí misma. Él había
terminado el secundario para comenzar su carrera de físico o ingeniero. Nunca
pudo recibirse, pero hizo un viaje a África por cuestiones laborales. Sus hijos
eran altos y elegantes cuando los conocí. Un día ella fue a su habitación y
encontró una caja de lata llena de cartas de amor de su madre. No quería
leerlas, sin embargo, no se contuvo y lo hizo. Lo sabía: su madre no iba a
entender y sentía una angustia tremenda.
El novio me duró dos años. Luego, sufrí mucho.
Mis amigas me acompañaban a la vuelta de la escuela y hablábamos horas y horas.
Un papel amarillento se escondía bajo el parquet, nunca supimos qué era, estaba
prohibido leerlo.
Mi
abuela murió de una infección urinaria. Aún hoy, cuando siento su perfume,
suspiro con una gran tristeza. Mis amigas ya no eran las mismas.
Ella
volvió a la Argentina en 1984. Él se separó de su familia al regreso de África.
Mi abuelo murió en los años setenta. La infancia quedó lejos. En el cementerio
toqué la lápida con resentimiento. Pasaron los años y todo cambió tanto, como
si no se tratara de una vida, sino de dos o de varias.
Caminaba
con mi abuela por la cuadra del centro del pueblo. Ella me regalaba flores
color magenta. Las flores del jardín eran de varios colores. Al bajar de la
escalera del garaje se mostró ante su padre con un vestido blanco, cumplía
quince. Las alacenas eran de lata amarilla, corrían los años sesenta, su padre
le mostraba su revólver al hijo. En los años de Perón salió a la calle y apuntó
con él a un soldado. Entre la hiedra, un ratón corría, parecía una paloma,
gris, ella quería atraparlo, tropezó con una maceta roja.
En
las historias familiares no hay nada tan cierto ni verdadero como parece,
salido de una película, son retazos de relatos contados tres, cuatro o una sola
vez.
Su
tía abuela le había contado que su marido cubano la había engañado con su
hermana por años. Las dos vivieron en la casa de caballito hasta que les llegó
el final. Hacía veinte años que el cubano había muerto.
El color de las flores se ve sobre
lápidas, floreros, jardines. También en el desierto.
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