martes, 31 de julio de 2012

Textos de Patricia Tombetta, Julio 2012


LA VISITA.
                                                                                                                                     
                                                                                                                                              A Lunita

Se fue el sábado a la tardecita, a esa hora, a la peor hora del día junto a madrugadas insomnes. Había hecho algunos avisos, erráticos, se prestaban a la ilusión de que no llegara pero el viernes, bien temprano, se instaló. Con toda su espesura, con su estar pegajoso, su caricia de hielo, sombra de espanto.
El miedo.
Algo de ese miedo.
Cuando era chica me daba un miedo gris oscuro saberla instalada en casa de algún amiguito. Con el tiempo me enseñaron a que no en cualquier casa, no cualquier amiguito. Pero me daba miedo la seriedad del evento. A que los grandes no supieran espantarla ni atenderla. Nosotros jugábamos un poco para poder aguantarla, a sabiendas de que cualquier conjuro sería inútil. Eso lo aprende uno rápido.
La he visto llegar de golpe para irse de inmediato. La he visto llegar con ruidos y en secreto. La he visto llegar un día e instalarse largo tiempo.
Cansada.
Sin apuro.
La he visto ensangrentada e indiferente.
Nunca la vi vencida, como mucho la vi entretenida en otro lado, la vi pasar más tarde. Bueno, es algo.
Aun sin dolor, he visto sus adherencias.
Azar seguro.
Sin saña, como al voleo.
Me impresiona su gordura, no deja un resquicio libre donde esconderse, donde encontrar un alivio.
Los que se encuentran son tus deseos: que se quede unos días, que se vaya ahora, no, un rato más, mañana, que se distraiga, a la una, a las dos y a las… y no te lo digo nunca pero cuánto puedo aguantar… ¡Andate ya!
Paciencia.
                                            Es seguro.
                                                                                       Se va.
Se va.
Te quedás con el vacío de su gordura, pegajoso, a veces sucio. Un dar vueltas por la casa, tratar de borrar sus marcas, o no, dejarlas un rato más. Juntarte con otros que la tuvieron hace poco. (A veces ayuda).
Si se habrán gastado metros de fantasías, de conjuros, elixires, ungüentos y rituales. Ahora se gastan fortunas. (Es lo que hay).
Graciosas fusilerías  si no fuera tan en serio. Su llegada o su partida. Da lo mismo.
Instante solitario, único y seguro.
Alivio, castigo, bendición, injusticia, a tiempo…bla,bla,bla.
Fue en serio, con pocas vueltas.
El viernes, bien temprano, nos asaltó la visita. 



DE A POCO.

El primer muerto que vi en mi vida fue el tío Joaquín. Yo no tendría más de siete años y resultó un momento extraordinario. Los grandes me habían permitido asomarme a sus cuitas, aunque más no fuera, un ratito. Ver al tío muerto, como ver a un hombre desnudo.
A mí me impresionó su nariz, estaba segura, le había crecido algunos centímetros hacia arriba y se le habían agrandado los agujeros hasta semejarse a dos cavernas inútiles. Su color o su expresión me pasaron desapercibidos. En eso reparé muchos muertos después.
Quienes me rodeaban se lamentaban un poco, tomaban café, fumaban bastante y le deseaban que hubiera podido darse cuenta: no quería quedarse dormido, cómo se enojó anteayer porque se sintió mejor, se le hizo largo, sólo él lo sabe y, tal vez, la tía Palmira que no se movió de su lado. No. Eso lo sabe sólo él.
Frases que se estamparon en mí, ávida como estaba, sin alcanzar a entender mucho. Pero una cosa era que me dejaran espiar y otra, requerir información. Los excesos en mi familia eran mal vistos.
Por suerte llegó mi nona y me tomó, no, para ser exactos, me agarró de la mano “vamos a saludar a la tía, si no parece que no vinimos”. Fue una orden impartida sin mirar demasiado a  nadie, menos a mi madre que, adiviné, no la aprobaba. Yo, tan encantada como aterrorizada, me adentré en las entrañas del velorio.
Después de algunos intercambios formales mi nona arremetió la curva a ciento ochenta kilómetros por hora: “¿Y, se dio cuenta?” Palmira la miró torcido pero andaba con ganas de hablar. “Me parece que sí, estaba despierto, me agarró de la mano, fuerte, fuerte, con la otra apretó la sábana y se cortó”. “Habrá hecho el último suspiro”, dijo una canosa de negro que me había besado un minuto antes con algo de baba. “Abrió grandes los ojos, pobre viejo mío”, la tía trataba de terminar la conversación  con un sollozo. Pero mi nona seguía con el pie en el acelerador: “Bueno, ya hace un tiempo había hecho eso ¿te acordás?”. “Sí, por eso, si se dio cuenta, se lo llevó con él”, hablaba mientras había comenzado a jugar con un anillo de piedra brillante que otra anciana le alababa por lo bajo.
En ese momento apareció la tía Sexta, que se encontraba lo bastante cerca, a desviar la conversación. Debe haber sido la única vez que me fastidié con sus palabras. Ella, diminuto ángel como era, sabía frenar las ponzoñosas arremetidas de mi nona. Pero ese día yo quería que siguiera adelante, enterarme del deseo del tío, conocer qué se había llevado. Me sentí desahuciada, resulta que uno se podía llevar algo y a mí no se me ocurría más que llevarme alguna amiga o a mi  mamá, pero sospechaba con certeza de la imposibilidad de tal cosa. No. Debía ser algo diferente.
Antes de irnos, eché una última mirada y los vi a todos girar alrededor de ese faro-nariz del tío. Un cúmulo de vestidos negros y cabezas blancas. Todos muy atentos, nadie parecía que iba a moverse de allí hasta que el tío soltara prenda. Lo supuse: si uno permanecía lo bastante, hacia el final del velorio, antes del cementerio donde te dejaban solo,  el muerto diría unas últimas palabras que develarían el incomprensible secreto.
Pero, bueno, acostumbrada como estaba a no cometer excesos, me alejé satisfecha de ese primer encuentro.




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