martes, 10 de julio de 2012

Textos de Asunción Marticorena, julio2012


                                 MEMORIA, VERDÍN Y LLUVIA

           Joven, fuerte y desafiante. Su camisa abierta bajo su chaqueta muestra un cuello grueso, de hombre atlético y vital. En su mano izquierda lleva una valija de antiguo  diseño. Hacia adelante, siempre en marcha hacia adelante, así lo indica la flexión de su rodilla derecha.  
           Su mirada, en el horizonte, es una mezcla de determinación sin alegría.
         La estatua, en bronce y cubierta de verdín, tiene un color matizado  entre metal, lluvia y tiempo. Enclavada frente  a una antigua y hermosa casa, donde hoy funciona el Centro Cultural de Miras, en Asturias.  Un apacible río pasa al borde del jardín.

        Al mirarla, las lágrimas se juntaron en mis ojos. La placa al pie de la figura lo señala: es un homenaje al inmigrante. También se explica que el joven representado fue uno de los antiguos dueños, emigrados a México en la mitad del siglo XIX.
        “La pucha, este tema me llega al alma”, pensé
        A este tema lo llaman “memoria genética”.
        Llanto, tristeza y angustia. Me pasa siempre, siempre, cuando se habla de inmigración. Recuerdo la visita al Hotel de Inmigrantes. Me senté en el largo banco de madera al costado de la mesa de mármol blanco donde daban de comer a los recién llegados. Viejos y grandes baúles a los costados del gran recinto daban veracidad al escenario.
        Por ahí había pasado mi historia y yo aún no existía.

       La entrevistada en el programa periodístico explicaba  el proceso mundial, respecto a la evolución de la memoria genética.

      “  En Europa quedará  la memoria genética de los musulmanes. Los únicos que actualmente siguen teniendo hijos en ese continente. En América Latina se impondrá la memoria genética de los europeos; mientras, en Estados Unidos, será la hispana. Los norteamericanos tienen muy pocos niños frente al aluvión de hijos de los latinos y caribeños.” 

       “De qué origen es tu apellido”?- suelo preguntar a mucha gente.
       “No se, italiano, o español, la verdad no lo sé”.
       Me horroriza escuchar algo así. Recuerdo el par de veces que me paré frente a la puerta de la casa de donde partió la familia de mi padre antes de dejar su tierra. Toqué las paredes varias veces, sin saber qué buscaba.

      El orgullo de esa memoria genética es equivalente a mis lágrimas.
      Volver a las tierras de mis ancestros me devuelve una alegría sin clara eplicación.

     “Qué tiene para comer”.
     “Jamón, chorizos, queso, vino. Todo hecho por nosotros”.
      Celia, una gallega bajita y regordeta de mediana edad, estaá acargo de un pequeño bar al costado del camino de peregrinos a Santiago de Compostela. Con una alegría que no sé de  dónde le surge, apareció con unas gruesas fetas de embutidos varios y un gran plato de queso de cabra y oveja. El vino dentro de la enorme jarra también había sido
elaborado en la casa. Sus manos grandes como platos mostraban la rusticidad de sus tareas.
      Ella estaba conectada a esa tierra y, desde chica, había aprendido  los quehaceres del campo. Nunca dejó, esa Galicia rural.

      “ Nosotros tenemos la suerte de contar en nuestra población con un gran caudal de inmigrantes de origen europeo. Ellos trajeron sus esperanzas y también sus valores. Estos están en la memoria genética de sus descendientes. Esta es la gran reserva moral de nuestro país. Hará que, en algún momento, podamos  recuperar nuestra humanidad perdida y dejar de ser meros prisioneros del consumo, dispuestos a justificar cualquier cosa a fin de lograrlo”, seguía transmitiendo en el mismo canal de T.V.


      La primera vez que mi tío volvió a su tierra, después de más de cincuenta años de  América, lo recibieron en su pueblo con la banda de música. Su ilusión  por volver fue amasada durante ese mismo tiempo. Volvió varias veces por temporadas cortas.

      La mirada del joven de la estatua enfrentaba el horizonte con desafío. Supongo que la de mi tío, cuando dejó su aldea, no era igual. Su padre lo mandó a América para que  no hiciera la milicia en las colonias españolas de Melilla, en África.

     “Tío, por qué no te quedas en España con todo lo que te gusta estar allá.”, le pregunté  una tarde.

      “Una cosa es ir por dos meses y volver. Otra, quedarse para siempre. Yo ya no puedo vivir siempre allí. La aldea es my chica. Yo aprendí a vivir de otra manera. Para ellos soy el americano.”
       Mi tío  murió, con un acento tan pronunciado entre sus palabras, como si hubiese bajado del barco el día anterior.





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