jueves, 24 de octubre de 2013

Torrenciales y garúas, un texto de Gaby Ramos, octubre de 2013

Torrenciales y garúas

            Así había sido la vida para Griselda. Entonces,, en su departamento de la Avenida Pavón comía una manzana de color púrpura, también algo rosada y fresca, jugosa. Había comprado manzanas a rolete y también naranjas para jugo. Su departamento era de dos por dos: entraba una cama y una biblioteca.
            Recordaba en cada mordisco el final del torrencial en la playa que acababa en esa gota púrpura de la flor, en la transparencia del cielo, en la claridad del aire, en el viento seco y fresco, cuando tras el paisaje se escondía una ventana corroída por la vieja humedad. Cerca de la casa estaba Griselda.
            Dio otro mordisco: ella acariciaba a su gato,  y él  recobraba la calma. Le pasaba sus manos, piel suave y él ronroneaba asegurándose de que ya podía volver a jugar.   
            Un mordisco más y Griselda tenía veinte años y toda su vida era promesa de más vida, mucha más: como el río, corría feroz, contrastaba con la calma del paisaje. En un ahogo dulce hundía sus pies en la arena, en la orilla del río. Respiraba tan cerca siempre del agua. Abría sus brazos, abrazaba en un ademán toda el agua del mundo y el viento, el aire, el bosque, todos los bosques del mundo.
            Griselda dio otro mordisco y una lágrima se deslizó por su mejilla. Abrió la ventana, pero era estruendoso el ruido de los coches de la avenida. Ella esta vez se abrazó con los brazos sus piernas dobladas, se apretó fuerte contra sí misma. Lloró con tremenda furia y de reojo miró al gato, el mismo, ya viejo, cansado. Ella y sus treinta años, ella y sus bosques, ella y el río: sola en la ciudad. Ella y todo lo que la vida, como el agua, dejaba atrás.
            Tocó otra manzana, cerró los ojos y olió su fragancia, la fruta del recuerdo, el puente hacia más bosques, más playas, más vida. La mordió con tristeza y esbozó una sonrisa: esas tardes en que con su novio de toda la vida, Eduardo, aquel novio que nunca olvidaría y que tuvo que dejar cuando ya la vida quedaba con menos vida, con menos bosques, menos esperanzas, ninguna ilusión: al final de ese mordisco no quedó más que un sabor ya reseco en la boca oscura como una noche perdida en el Obelisco.
            Abrió los ojos: había estado soñando. Se levantó para darse un baño en una cubeta de un metro cuadrado, con agua sucia y demasiado caliente. Cerró el grifo cambió por agua fría: estaba helada. Ella imaginó que estaba en el río, un día, después de un torrencial, en un dulce ahogo que traía promesas de una vida tan gloriosa como la de un bosque. Cuando salió del baño, una intuición: ya nada sería igual.
            Como si hubiera despertado de una larga pesadilla, cuando tuvo que venir a la ciudad con Eduardo, él se enfermó (de tristeza) y murió. Ella lo había acompañado hasta el final. Había sido duro, tanto como el cemento que pisaba todos los días, cuando se había quedado sin sol, sin viento, sin agua. Cuando se había anunciado la muerte misma, cuando ya ninguna esperanza volvería a ser válida para volver a vivir.

            Griselda hizo las valijas, dejó libros comprados en oferta y que nada le decían ya. En la habitación quedaron los libros, el colchón sucio y los restos de manzana.

            Caminó y caminó. El recorrido: adoquines, cemento, monumentos, estatuas ecuestres, nada. Llegó a la estación y su gato ya maullaba demasiado; lo dejó en una plaza, con una honda tristeza en el alma, , con la incertidumbre de que tal vez él sufría tanto como ella, que a él se le había terminado todo, como a ella. Se subiría a un micro para ir a una copia de un bosque, ya no había bosques, ya no había misterios, Eduardo no estaba, el torrencial era ahora no una promesa, sino la certeza de que el dolor nunca acabaría.


Subió al micro. Y comenzó una llovizna, una garúa que apenas le dejaba sentir el aire y respirar.

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