miércoles, 16 de octubre de 2013

El abismo, un cuento de Gabriela Ramos, octubre de 2013

El abismo


            Sobre el cerro podían verse todo el paisaje y el pueblo. Las casas  eran bajas, derruidas y una o dos, ostentosas. Estas últimas parecían palacios, fuertes o castillos de cotillón: adornos en una torta de casamiento.
            Ella revolvió un poco la tierra roja con el pie y logró sacar una roca. Él apenas se acariciaba la mejilla y se corría la melena de la cara, mullida y desordenada. En el anillo de oro de ella se reflejó el brillo de un rayo de sol.
            Atardecía y los dos permanecían callados, tomados de la mano: veían el sol esconderse. Él la tomó de la cintura y ella besó su boca.
            La tierra roja comenzaba a levantarse de modo brusco y ellos tenían que bajar el cerro: una linterna, un termo, yerba y mate. La mochila. Ella se descalzó, él sonrió:

            -Te va a resultar no sólo difícil y doloroso, te vas a ensuciar.

            Florencia lo miró desafiante. Se quitó los zapatos y el vestido. Prácticamente era de noche y los dos iban un poco de la mano, intercambiaban los pocos objetos que llevaban:

            -Hay un pozo allá.
            -No puede ser, Flor. ¿Un pozo?
            -No sé si es un pozo, ¡hay algo!
            -Vamos a ver. Tenemos que tener cuidado, ya casi no se puede ver.
           
             Bajaron, Flor y Martín, noche y cerro en busca de un misterioso pozo. Caminaron a tientas, él prendió la linterna, quedaba poca energía disponible. Ella gritó: Martín tembló de miedo. Los dos apretaron sus cuerpos el uno contra el otro:

            -¡Para atrás!
            -¡No te muevas!

Había un agujero negro en el cerro: no era misterioso, era aterrador. Retrocedieron cuando lo notaron:  el paso a que dar era para un costado:

            -Agachémonos.

            Cuando ambos estaban sobre la tierra, las piedras y los yuyos estiraron un brazo para saber si era profundo: lo era. Entonces, Flor tomó la linterna e iluminó. Sólo podían verse las paredes rojas, húmedas con piedras incrustadas y cardos. Martín tomó a Flor y la apretó fuerte. Ella levantó la linterna para saber el diámetro del pozo. Parecía ser infinito a la luz. Martín le susurró temeroso que, tal vez, debían pasar la noche en el cerro porque podía haber más de esos y en la noche no los verían.
Flor estuvo de acuerdo.

            Amaneció. Martín despertó, pero Flor ya no estaba. Sólo había quedado su mochila, el equipo de mate y la lintern. Aunque no sólo eso: había un abismo sin diámetro, imposible de medir aun con los medios básicos que ni siquiera poseía. Era verdaderamente una inmensidad y lo hizo olvidar de todo, es decir, de Flor. Se paró en el borde, quería ver la profundidad.  El fondo era negro, oscuro, incluso azulado y el reflejo del cielo lo hacía más extraño aun.
            Miró detrás: el cerro que habían subido estaba intacto. Pero se volvió hacia el abismo y ya no estaba: sólo una rosa roja entre las piedras y los cactus.
            La levantó.
           
            Flor venía cansada a lo lejos, del lado del abismo: flotaba entre rosas rojas en el mar. Dijo:
            -Te estuve esperando. Me caí dormida. Desperté entre rosas. ¿Todavía tenés miedo?
            -No. Sólo esperaba a que amaneciera.


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