El
abismo
Sobre
el cerro podían verse todo el paisaje y el pueblo. Las casas eran bajas, derruidas y una o dos,
ostentosas. Estas últimas parecían palacios, fuertes o castillos de cotillón:
adornos en una torta de casamiento.
Ella
revolvió un poco la tierra roja con el pie y logró sacar una roca. Él apenas se
acariciaba la mejilla y se corría la melena de la cara, mullida y desordenada.
En el anillo de oro de ella se reflejó el brillo de un rayo de sol.
Atardecía
y los dos permanecían callados, tomados de la mano: veían el sol esconderse. Él
la tomó de la cintura y ella besó su boca.
La
tierra roja comenzaba a levantarse de modo brusco y ellos tenían que bajar el
cerro: una linterna, un termo, yerba y mate. La mochila. Ella se descalzó, él
sonrió:
-Te
va a resultar no sólo difícil y doloroso, te vas a ensuciar.
Florencia
lo miró desafiante. Se quitó los zapatos y el vestido. Prácticamente era de
noche y los dos iban un poco de la mano, intercambiaban los pocos objetos que
llevaban:
-Hay
un pozo allá.
-No
puede ser, Flor. ¿Un pozo?
-No
sé si es un pozo, ¡hay algo!
-Vamos
a ver. Tenemos que tener cuidado, ya casi no se puede ver.
Bajaron, Flor y Martín, noche y cerro en busca
de un misterioso pozo. Caminaron a tientas, él prendió la linterna, quedaba
poca energía disponible. Ella gritó: Martín tembló de miedo. Los dos apretaron
sus cuerpos el uno contra el otro:
-¡Para
atrás!
-¡No
te muevas!
Había un agujero negro en el cerro: no era
misterioso, era aterrador. Retrocedieron cuando lo notaron: el paso a que dar era para un costado:
-Agachémonos.
Cuando
ambos estaban sobre la tierra, las piedras y los yuyos estiraron un brazo para
saber si era profundo: lo era. Entonces, Flor tomó la linterna e iluminó. Sólo
podían verse las paredes rojas, húmedas con piedras incrustadas y cardos.
Martín tomó a Flor y la apretó fuerte. Ella levantó la linterna para saber el
diámetro del pozo. Parecía ser infinito a la luz. Martín le susurró temeroso
que, tal vez, debían pasar la noche en el cerro porque podía haber más de esos
y en la noche no los verían.
Flor estuvo de acuerdo.
Amaneció.
Martín despertó, pero Flor ya no estaba. Sólo había quedado su mochila, el
equipo de mate y la lintern. Aunque no sólo eso: había un abismo sin diámetro,
imposible de medir aun con los medios básicos que ni siquiera poseía. Era
verdaderamente una inmensidad y lo hizo olvidar de todo, es decir, de Flor. Se
paró en el borde, quería ver la profundidad.
El fondo era negro, oscuro, incluso azulado y el reflejo del cielo lo
hacía más extraño aun.
Miró
detrás: el cerro que habían subido estaba intacto. Pero se volvió hacia el
abismo y ya no estaba: sólo una rosa roja entre las piedras y los cactus.
La
levantó.
Flor
venía cansada a lo lejos, del lado del abismo: flotaba entre rosas rojas en el
mar. Dijo:
-Te
estuve esperando. Me caí dormida. Desperté entre rosas. ¿Todavía tenés miedo?
-No.
Sólo esperaba a que amaneciera.
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