Las espinas del pescado
Era una tarde de sol intensa y yo paseaba por el río seco. Había
estado un mes en la provincia de Mendoza y, cuando llegué a La Pampa, no pude
menos que querer conocer el mismo río pero seco. Toda una provincia se había
quedado sin el río más importante: El Río Atuel. Ni una gota de agua, completamente
seco. En sus orillas quedaban restos de animales muertos, algunas casas en
ruinas, algunas piedras y mucho calor. Caminé durante unas horas. Hacía paradas
para tomar unos mates o agua, dependiendo cuál fuera la parada: un árbol, una
chapa o una piedra grande. Pero por más
que lo deseara con toda mi alma, no podía dejar de pensar en él. Ni un río seco
me inspiraba para pensar en otra cosa.
Durante mi camino encontré muchos objetos que me llamaron la
atención: anillos, vestidos, revistas y hasta un reloj de los años cuarenta con
alarma en campana. Pero hubo algo que me alucinó: un pescado al que no le
faltaba ni una espina. Lo tomé con el dedo índice y el pulgar con asco, lo
sacudí, lo soplé. Estaba como vivo, aunque sin un grano de carne, era puro
hueso. Decidí lavarlo pero al instante me sentí ridícula, lo guardé en papel de
diario y lo metí en la mochila. Seguí camino y crucé un alambrado con mucho
cuidado. El calor estaba dejándome seca y ya no había más agua en la
cantimplora. Tomé unas fotografías y me senté a descansar. Recordé que había
guardado esa reliquia luego de sentir cosquillas en la espalda: ¿tendría
bichos? Me paré de sopetón y me sacudí. Mientras pasaba las manos para sacarme eso que me había tocado, tuve una idea
tonta: tal vez el pescado tenía algo que en mi imaginación entraba, pero era
totalmente imposible concebirlo como algo real. Sin embargo, seguí mi
imaginería y lo saqué de la mochila. Lo observé con cuidado. Tenía unas espinas
hermosas, como yo era escultora se me ocurrió llevarlo al taller y hacer una
réplica exacta de él.
El camino por el río fue exhausto, no podía seguir vagabundeando por
esa aridez, triste, ya no podía se soñar que algún día ese río volvería a
correr en su plenitud, en su riqueza, en su belleza. Entonces caminé hasta
llegar a la casa. En mi taller saqué de la mochila mi objeto preciado, lo
limpié y le puse una base de acrílico para tenerlo como modelo. Hice una mezcla
de parafina, cera virgen y resina: el trabajo comenzaba. Pensé que la mejor
manera de olvidar al innombrable amor de mi vida sería hacer una escultura que
fuera un cuerpo de mujer clavado por espinas. No era fácil copiar espinas con
la mezcla de la resina, pero ese era mi objetivo. Hice la mezcla en un tarro de
lata con mango de alambre y mezclé los ingredientes. Luego la plancha con
aceite para que se despegara y comencé a amasar y a aplicar sobre la estructura
de alambre: un cuerpo de mujer, una
mujer gorda y fui insertando espinas de resina. Quería adosarle espinas del
pescado más asombroso que había visto, aunque no quería destruir esa reliquia.
Era un trabajo fino sobre esa asquerosa historia de amor que me había llevado
años superar y que en el fondo nunca había superado. Esto fue a raíz de un
sueño en el que después de que él me dejara se clavaba en mí un alfiler, una
espina en la boca. Mi terapeuta me lo había hecho notar y dijo: “Tanta dulzura
y luego una aguja bajo tu lengua”. Era una injusticia que él me hubiera
abandonado, para que yo sintiera una aguja en mi boca clavándose bajo mi
lengua, él debía ser el peor de los humanos. En fin: la escultura debía ser
terminada y debía quedar a la perfección. Algo tenía que hacer con ese amor
capaz de clavarme su aguijón. Me llevó un mes terminarla. El boceto seguía ahí,
inmóvil. Trabajé duro para que saliera próximo a lo que yo esperaba. Pero no
había en la escultura una buena dinámica con el espacio. Pensé que debía hacer
alguna insinuación acerca de una aguja clavada en mi lengua. No quise seguir
haciendo el trabajo. Lo postergué. Y el pescado seguía en la base con la resina
que lo sostenía en pie. Pasé noches y noches con sueños de todo tipo: ríos
secos en los que las espinas tenían patas propias y se clavaban en cada parte
de mi cuerpo. Y esos sueños dolían y cómo. Y él ya no estaba, él había dejado
su cuota de ternura y amor y yo sólo estaba sufriendo todo tipo de incisiones
en todo el cuerpo. No era como peircings,
era peor, me recordaba los peores momentos de mi infancia. Los piercings son ridiculeces que se hace la
gente para estar de moda. Hubiera sido mucho más interesante hacerme unos
cuántos: en la nariz, en la boca, en la espalda. Esto se trataba de pinchazos,
de alfileres por todo el cuerpo. Dormía y al soñar todo tipo de agujas se me
clavaban en todo el cuerpo. Pasé noches sufriendo estas pesadillas y aun así no
podía olvidarlo.
Un día soleado en mi casa de
Santa Rosa desperté atemorizada. Estos sueños recurrentes comenzaron a
atormentarme tanto que, cuando me levanté de la cama, fui a buscar al objeto
preciado: el pescado con todas las espinas. Lo miré con detenimiento. Era como
la encarnación de un ser divino que venía a curarme. Lo tomé y lo observé con
detenimiento. Pero esta vez tenía algo especial, se había vuelto rosa. No
encontré una explicación válida, yo era artista, no bióloga ni química. Lo puse
sobre la mesa del taller y encontré que este pescado tenía cosas llamativas. Lo
toqué para examinarlo y estaba helado. Fue otra de las cosas que no pude
comprender. Tal vez era el otoño que llegaba. Pero estaba helado, frisado. Me
atemoricé menos de lo que me maravillé. Entonces decidí besarlo, acariciarlo,
sentirlo. Sentí una energía rara, como cosquillas en mis manos. Sonó el
teléfono y cuando tomé la llamada era el hombre que me había roto el corazón:
-Tengo algo que regalarte, le dije.
Era el espinazo del diablo. Mi obra estaba acabada.
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