EL EXITRONO
La tarea de la División siempre había sido muy importante. En base
a sus informes, el Ministerio le comunicaba al Poder Central, en qué niños
valía la pena invertir en educación, vestimenta y alimentación, para que fueran
exitosos en el futuro. A estos infantes se los ponía en manos de familias
patricias y, el gobierno, a través de subsidios bastante cuantiosos, solventaba
su entrenamiento. Los informes se hacían por medio de interrogatorios,
mediciones fisiognómicas y pruebas de resistencia física. Álvaro era uno de los
mejores empleados de la División de
Detección de Futuros Promisorios, donde trabajaba desde hacía más de quince
años. La precisión de sus reseñas y lo acertado de sus deducciones, hecho
comprobado con el transcurso del tiempo, hacían a su colaboración invalorable
para el Jefe y muy apreciada para los usuarios.
Pero el hombre no era un dechado de virtudes. Siempre llegaba
tarde, a las corridas, con la ropa arrugada y transpirada luego del viaje en
subte. No parecía bañarse muy seguido y, a veces, estar a su lado no resultaba
del todo agradable, ya que su ropa despedía un marcado olor a... uso. No se le
conocía novia, amante, padre o madre de quienes ocuparse, si bien a veces
invocaba cuestiones familiares para justificar su falta de puntualidad. Le
costaba bastante meter la mano en el bolsillo para colaborar con los gastos de
café, azúcar y otros insumos de la oficina y jamás había participado en los
regalos de cumpleaños que, con rigurosidad, se hacían entre todos los miembros
del plantel. Su formación académica, bastante por encima de la media, le
permitía explayarse sobre ópera, literatura o pintura, cosa que aburría
bastante a sus compañeros, siempre ansiosos por comentar la última emisión de
los programas de TV de éxito por ese entonces.
Su relación con los usuarios tampoco era un lecho de rosas. Si los
párvulos venían a las entrevistas acompañados de sus mamás y éstas eran
jóvenes, bonitas y, de preferencia, morenas y pulposas, Álvaro los atendía con
su mejor voz impostada y los trataba con deferencia. Incluso, a veces, se
levantaba de su escritorio y se hacía una corrida hasta el quiosco de la
esquina para comprarles un turrón o un regaliz. Ahora bien, toda la belleza de
este mundo no bastaba para compensar el peor de los defectos: la insistencia.
Formularle la misma pregunta más de una vez era imperdonable, aunque un buen
escote podía llegar a brindarle a la angustiada mamá alguna oportunidad. Si los
niños venían acompañados de sus papás, se hacía más difícil vaticinar la
reacción: en general, si el hombre tenía tacto y trataba a Álvaro como el
oráculo que él mismo creía ser (y que, sin dudas, era) podía tener alguna
oportunidad. De lo contrario, maltrato en puerta. Álvaro mascullaba entre
dientes o levantaba la voz, según el caso, dejaba de golpe su silla y
abandonaba al entrevistado por largos ratos en los que nadie sabía dónde haba
ido. A veces, su animosidad influía en las conclusiones de la entrevista y el
pobre niño era descartado, cuando, en realidad, podía aspirar a una segunda
oportunidad. Pero, a fuerza de ser sinceros, esto último ocurría en muy
contadas ocasiones y, en general, la cosa no pasaba de un mal rato.
Sin embargo, había un recurso infalible para domesticar a la
fiera: un buen regalo. Más precisamente, una buena botella de vino, whisky,
vodka y demás etcéteras, lograban milagros. Los más astutos, dejaban el paquete
sobre el escritorio de Álvaro ni bien comenzaba la entrevista, pero sin decir
de qué se trataba. Daba risa ver los esfuerzos, primero sutiles y luego burdos,
del pobre empleado para adivinar si estaba dirigido a él. El resto del plantel
se desternillaba mientras lo observaba. A veces, se paralizaba toda la División
a la expectativa. Esto, por supuesto, le disgustaba bastante al Jefe, quien vea
disminuida la productividad a causa de
este divertimento.
Lo cierto es que se había corrido la voz y cada vez más usuarios
le traían regalos dotados de altas graduaciones de alcohol. Era notable la
habilidad del hombre para hacerlos desaparecer. Luego de cada entrevista
adornada por un presente no quedaba nada sobre su escritorio, ni en el piso, ni
sobre la mesita adjunta. Nunca nadie lo había visto irse con un paquete en la
mano, por eso todos pensaban que en alguna parte del edificio debía estar la
cava donde Álvaro guardaba sus tesoros. Esto intrigaba sobre todo a Delmiro, el
Subjefe, quien, seguido de sus acólitos, organizaba expediciones arriba y abajo
en el edificio para localizar la presunta bodega.
Conformaban un trío interesante. Delmiro, atildado y prolijo,
siempre vestía trajes caros, de corte impecable, en colores neutros. Era el
hombre de confianza del Jefe, quien le delegaba una buena parte de las tareas
que le correspondían, guardándose para sí, el control y la supervisión de la
productividad. Su gran capacidad de observación le permitía conocer los
movimientos del personal, sus capacidades y falencias, al instante, como así
también las alianzas y rivalidades. Algo déspota con sus subalternos, tenía con
Álvaro una relación un poco contradictoria puesto que la eficiencia del
empleado le ponía un freno al desagrado que le producía su personalidad. El
Gordo Castro lucía un bigote frondoso y anteojos de armazón grande. Siempre
llevaba pantalones de jean gastados y camisas leñadoras. Lo adornaban corbatas
anchas, de colores brillantes y estampados florales. Rastrero y chupamedias,
siempre se las arreglaba para quedar bien con Delmiro. La imagen de Barragán,
en cambio, transmitía discreción. Hablaba siempre en voz baja y pausada, vestía
en forma bastante insípida, muy meticuloso en todo su proceder.
El edificio que ocupaba la
División de Detección de Futuros Promisorios databa de la década del
'60, época de grandes construcciones. Originalmente había sido proyectado como
centro cultural, con un diseño muy moderno y ambicioso, trece pisos de altura,
un gran hall central en la planta baja, varias salas de teatro y cine, salones
de lectura, biblioteca y varios pisos de oficinas. En los primeros años después
de la inauguración el arquitecto que lo había proyectado recibió varios premios
y el edificio había funcionado muy bien, de acuerdo a los fines para los que
había sido construido. Entonces se produjeron varios cambios de gobierno, algunos
de ellos no del todo pacíficos, y se comenzó a perfilar el movimiento que luego
fue conocido como “Orden Nuevo”. Uno de los pilares de esta política era la
anticipación. Resultaba imprescindible conseguir que las medidas adoptadas
tuvieran éxito y que ese éxito fuese inmediato. De ahí había surgido la idea de
crear la División para garantizar los mejores resultados en todos los ámbitos
importantes para la nueva política. El centro cultural, entonces, había dejado
paso a la detección de futuros exitosos. El edificio que alguna vez había sido
un ejemplo de arquitectura dedicada al arte y la cultura se transformó en un
mastodonte poblado de funcionarios, las salas de teatro en auditorios de
entrenamiento y la biblioteca en archivo de legajos.
Sin embargo, nunca fue ocupado en su totalidad y había oficinas en
desuso, camarines atestados de objetos de utilidad improbable, recovecos,
huecos bajo las escaleras, en fin, lugares donde no costaría mucho ocultar una
bodega de cierto tamaño. Esa era la teoría de Delmiro. Una vez por semana, más
o menos, desaparecían los tres por largos ratos de la oficina. Nunca volvían
juntos. Iban cayendo de a poco, con cara de distraídos, como amantes que
hubiesen tratado de disimular sus escapadas. El aspecto del Gordo, sin embargo,
los delataba. Era el responsable de la acción física: se trepaba hasta alturas
inimaginables por escaleras que, la mayor parte de las veces, no llevaban a
ninguna parte. Se arrastraba por el piso, debajo de las estanterías del
archivo, buscando puertas trampa que se abrieran hacia el arcón de los tesoros
etílicos. Traía la camisa medio fuera del pantalón, la corbata floja y torcida,
los pelos revueltos. Barragán, el estratega, siempre volvía con cara de
asombro, como preguntándose cómo podía ser que sus deducciones hubiesen
fracasado. Una vez, luego de una intensa entrevista, habían visto a Álvaro
dirigirse con sigilo hacia los ascensores que llevaban a los pisos impares. El
Gordo estaba un poco pesado para seguirlo sin ser advertido, pero Barragán se
pudo escabullir y observarlo de cerca. El indicador luminoso trepó, de una sola
vez, hasta el número nueve, se detuvo unos instantes y desde ahí ascendió hasta
el trece. Varias recorridas anteriores le indicaron a Barragán que el piso
nueve no era el objetivo, con seguridad. Se decidieron entonces por el trece.
Todos los pisos superiores estaban ocupados por oficinas pequeñas, de poca
importancia dentro de la estructura de la División, distribuidas de forma
similar en cada planta: frente a los ascensores una recepción con un mostrador
al frente y al fondo una estantería tipo palomar, cubierta de fichas de
diferentes colores. A ambos lados, dos largos pasillos interrumpidos, a
intervalos regulares, por puertas con el nombre de diferentes secciones escrito
en letras negras: Gabinete De Clasificación, Junta De Selección, Boxes De
Entrenamiento, y así sucesivamente, numeradas del uno al diez. Barragán se
había quedado conversando con la recepcionista mientras Delmiro y el Gordo se
dirigían hacia las oficinas de la derecha como quien no quiere la cosa. Una a
una, abrieron las puertas. Todas estaban ocupadas, salvo la última: Sala de Situación. El picaporte había cedido
con facilidad. En el interior reinaba la penumbra, no obstante, Delmiro impidió
que el Gordo encendiera la luz.
- ¡Castro,
por favor, no sea torpe!- dijo, en un susurro- No tenemos por qué revelar
nuestra posición.
- Cierto,
Jefe, como usted diga. Pero acá adentro no se ve nada- agregó con timidez.
Delmiro había sacado una pequeña linterna de su bolsillo derecho y
ya iluminaba todo el espacio a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas de
estanterías desvencijadas que iban desde el piso hasta el techo, a unos tres
metros de altura. Sobre los estantes, pilas de papeles, sueltos o guardados en
cajas, no parecían conservar ningún orden coherente. El polvo lo cubría todo.
Con lentitud, Delmiro hizo correr la luz de la linternita sobre los estantes.
El silencio entre los dos hombres era tan profundo que se podía escuchar el
sonido de su respiración. La luz se
detuvo en el cuarto estante de la estantería de la izquierda. Algo había
llamado la atención de Delmiro: detrás de una pila de papeles, sobre la pared,
una ranura vertical parecía indicar que allí había una puerta. El Gordo se
abalanzó sobre el estante y comenzó a sacar los papeles. Levantaba las pilas,
las apoyaba en el suelo, corría las cajas y las desplazaba hacia otros lugares
presa del frenesí. ¡Esta vez estaba seguro!
- ¡Pare un
poco, Castro!- dijo Delmiro en un susurro que sonó como un grito- ¡Ahí no! Si
hay un picaporte, debe estar a la altura del estante de abajo ¿No se da cuenta,
hombre?
El Gordo quedó paralizado, como siempre que Delmiro le demostraba
su superioridad. Miró al Subjefe, esperando órdenes.
- Pero...
¿qué hace ahí? ¡Dele de una vez!... ¡el otro estante!... ¿o lo voy a tener que
vaciar yo mismo? ¿Será posible? ¡No se puede delegar nada!
A pesar del fastidio, la voz de Delmiro no se elevó ni un poco.
Sin embargo, su tono empujó al Gordo hacia el tercer estante. Siguió con su
tarea de sacar papeles y desplazar cajas hasta que toda la estantería estuvo
despejada. Los dos quedaron parados, lado a lado, mientras miraban hacia la
pared. Por fin la puerta se revelaba en su totalidad. Delmiro recorrió el borde
con la luz de la linterna en busca de un picaporte o pasador que permitiera
abrirla. No lo dudaba. ¡Habían encontrado la cava!. En un primer momento
ninguno advirtió el pequeño pestillo ubicado a la altura del estante y, en
parte, oculto por él. Lo vieron al mismo tiempo y, juntos, se abalanzaron para
abrirlo, pero el Gordo estaba más cerca y llegó primero. La puerta se abrió con
quejido leve, casi imperceptible. Los dos hombres se miraron y, al mismo
tiempo, miraron hacia la puerta, mientras tomaban algo de distancia. Una luz
azulada, no muy intensa, iluminaba el cuarto contiguo. Delmiro, en su calidad
de Subjefe y autoridad máxima en esta misión, se acercó primero a la estantería
para ver el interior de la habitación misteriosa. Sin embargo, el contenido del
cuarto no respondía para nada a sus expectativas. Pestañeó un poco, creyendo
que el entusiasmo le estaba jugando una mala pasada, pero no, en lugar de las
cajas de vinos, botellas de ron, whisky y vodka que esperaba ver, la luz
azulada iluminaba sólo una cosa, ubicada en el centro de la habitación, y esa
cosa no era una botella de vino.
- Pero...
¿qué mierda?- esta vez la voz de Delmiro se elevó un poco más de lo
recomendable, sobre todo si se piensa en la delicada situación de los dos
hombres, dentro de ese cuarto, a oscuras...
El Gordo se acercó al improvisado mirador.
- ¿Qué es
eso, Jefe?- preguntó, sin dudar por un segundo de la sabiduría de Delmiro.
- ¡No tengo
ni la más puta idea!
El aparato en cuestión era bastante grande. Ocupaba el centro de
la habitación y estaba limpio y reluciente. Tenía la forma de un sillón de
dentista o quizá de una silla de peluquero, de las que se ven en las películas
de vaqueros. Los bordes, cromados, brillaban. El cuero del respaldo y del
asiento relucía. El apoyabrazos derecho tenía una especie de extensión que
terminaba en una pantalla de computadora, mucho más moderna que las que estaban
en las oficinas de la División. La ausencia de un teclado hacía suponer que se
trataba de una de esas computadoras de pantalla táctil que recién aparecían en
el país. Sobre el respaldo descansaba otro aparato: un brazo curvo, con dos
protuberancias en los extremos, como un auricular.
- ¡Tenemos que entrar! - dijo Delmiro entre dientes, ya olvidado
por completo de la famosa cava de Álvaro.
Algo le decía que esa máquina era importante y que podía afectar a
toda la División. Todavía no conseguía explicarse por qué estaba ahí y cómo
había llegado sin que nadie se enterara, pero estaba dispuesto a averiguarlo.
- … hay que
verla más de cerca- susurró.
Casi no había terminado de decirlo, cuando el Gordo ya estaba
tirado en el piso polvoriento. Trataba de llegar a la puerta arrastrándose por
debajo del primer estante. Pero los escasos veinte o treinta centímetros que
separaban el estante del piso no le hubieran permitido el paso ni siquiera a un
hombre mucho más delgado que Castro. Inmediatamente, intentó pasar sobre el
segundo estante. A pesar del volumen de su cuerpo, se movía con un agilidad
nueva. Le ponía tanto empeño que al Subjefe le daba pena decirle que no valía
la pena, que había que buscar otro camino. Y eso que Delmiro no se
caracterizaba por la sutileza a la hora de marcar los errores de los demás. Un
chirrido y un movimiento amenazador de la estantería se encargaron de aplacar
el entusiasmo aventurero. Los dos se quedaron paralizados.
- ¡Vamos!
En pocos segundos estaban fuera del cuarto. Habían cerrado la
puerta misteriosa y colocado otra vez todos los papeles en los estantes. Cuando
pasaron por la recepción, Barragán todavía conversaba con la recepcionista, a
quien abandonó de inmediato cuando vio la señal de “abortar” que le hacía
Delmiro mientras enfilaba hacia los ascensores. Bajaron los tres en silencio.
En realidad Barragán intentó preguntar pero el tono de Delmiro y el mutis un
poco asustado del Gordo, lo hicieron desistir. Cuando llegaron al piso donde se
encontraban sus oficinas, todo parecía tranquilo. Encontraron a Álvaro
conversando con la señorita Lucrecia.
- ...¿qué
quiere que le diga, mi querida amiga? A mí me parece que las cosas que a uno le
regalan, deben quedarse así. Si yo cediera los pequeños presentes que, de vez
en cuando, y sin ningún interés en particular, me acercan nuestros usuarios,
sería un desprecio tan grande que quién sabe a dónde iría a parar toda la buena
energía que, sin duda, tienen. Se me ocurre que hasta podría sucederle algo
malo a quien los recibiera...
Delmiro, Barragán y el
Gordo Castro sintieron que esas palabras les estaban dirigidas.
* * *
Habían pasado dos meses y no se había producido ninguna novedad.
Sin embargo, el nuevo aparato, ya estaba presente en las conversaciones de
todos, como un fantasma a quien nadie ha visto pero todos presienten. Por lo
pronto, ya tenía un nombre: “El Exitrono”. Según se comentaba, serviría para
agilizar la tarea de la División: podía procesar por sí solo en un día la misma
cantidad de datos que a la División entera le llevaba, al menos, dos semanas.
Barragán, con contactos con el Sindicato, había llegado un día, agitadísimo.
Según él, habían estado en conversaciones con el mismísimo Ministro y eso le
permitía afirmar que la llegada de la máquina era una verdadera catástrofe.
Dismiuirían los puestos de trabajo y era muy probable que aquellos Jefes o
Subjefes incapaces de adaptarse rápidamente al cambio fueran despedidos.
* * *
Los pasos resuenan en los pasillos de la División. Deslizan un
compás de marcha fúnebre en los oídos de Delmiro. Ha recibido la orden del Jefe
de revisar una oficina del tercer piso para instalar allí la nueva máquina. De
la conversación sostenida, Delmiro no puede sacar ninguna conclusión.
Presiente, se lo dice la media sonrisa condescendiente en la cara del Jefe, que
su lugar dentro de la División y, tal vez, dentro del Ministerio, corre serio
peligro. Hace varios días que no duerme. ¡Qué diferente se sentía cuando emprendía
las cruzadas en busca de la bodega de Álvaro! A su paso se asoman algunos
empleados. Nadie hace ningún comentario. Todos, quién más quién menos, saben el
por qué del ritmo de su caminata. Más de uno, sonríe. Le duele la cabeza.
Siente que su cerebro creció en los últimos minutos. O quizá se le haya
achicado el cráneo. El pasillo, que parecía interminable, llega a su fin. Está
parado frente a la puerta de la oficina que debe inspeccionar. Otra vez piensa
en los vinos. Repasa mentalmente el tono ciruela del malbec y el rojo profundo
del cabernet. Piensa en la transparencia ambarina de los blancos. Un fuerte mareo lo asalta cuando hace girar la
llave en la cerradura. Se aferra al picaporte para no caer y abre de golpe. Al
encender la luz, nada le llama la atención, aunque la habitación parece dar
vueltas en torno, como enloquecida. Apoyado contra el marco de la puerta, la
transpiración corre a chorros por todo su cuerpo, pero logra tranquilizarse un
poco. Puede ver a la izquierda un escritorio y una silla cubiertos de polvo. Al
fondo, un armario ocupa toda la pared. Todo parece estar bien. Está a punto de
cerrar otra vez la puerta de la oficina cuando decide revisar el armario.
Camina con dificultad. Se le nubla la vista y le titubean los pasos. Abre las
puertas del armario y, al hacerlo, una epifanía resuena en su cerebro. Desde
adentro parecen mirarlo miles de ojos oscuros y redondos. ¡Ahí debe haber más
de cien botellas! Vino, pisco, whisky, champán, tequila, vodka. ¡Es como la
tienda de las maravillas! Las botellas lanzan destellos dorados, rojos, blancos
brillantes. Las etiquetas parecen sonreírle. El dolor de cabeza y el mareo se
transforman en una borrachera de alegría. En dos zancadas llega hasta el
intercomunicador. Les da precisas instrucciones a Barragán y al Gordo para
reunirse esa noche. Están de operativo.
Más tarde, los tres avanzan por el mismo pasillo que unas horas
antes le había parecido a Delmiro la antesala del infierno. Podrían representar
el “dream team” de los grupos de exploración. El Gordo Castro, mochila y
pantalones camuflados. Barragán, riguroso equipo de gimnasia y bolso de mano.
Delmiro, polera negra y borcegos. Caminan codo a codo y, si alguien pudiera
observarlos, sin duda pensaría en alguna película de acción. Cuando llegan a la
bodega los dos empleados no lo pueden creer. El Gordo corretea de una punta a
la otra del armario. Acerca sus manos, de tanto en tanto, a alguna de las
botellas sin atreverse a tocarla. Barragán no pierde el aplomo. Va sacando con
cuidado las botellas y las coloca una al lado de otra sobre el escritorio.
Delmiro, mientras tanto, contempla con satisfacción a sus subalternos. El Gordo
Mira de reojo al Subjefe, a la espera de sus instrucciones. De repente, parece
recordar algo. Toma la mochila y saca tres copas relucientes y un sacacorchos.
* * *
Hacía tres semanas que la nueva máquina se encontraba en
funcionamiento. Sus resultados eran óptimos, ahorraba tiempo y energía. Habían
tenido que hacer algún reacomodamiento de personal, pero pronto todos se habían
adaptado a la nueva situación. La experiencia de Álvaro fue de mucha utilidad
para mejorar el servicio. Incluso se lo veía un poco mejor vestido y más
limpio. Ya no recibía regalos.
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