viernes, 11 de abril de 2014

El exitrono, un cuento de VivIana García, abril de 2014

EL EXITRONO

La tarea de la División siempre había sido muy importante. En base a sus informes, el Ministerio le comunicaba al Poder Central, en qué niños valía la pena invertir en educación, vestimenta y alimentación, para que fueran exitosos en el futuro. A estos infantes se los ponía en manos de familias patricias y, el gobierno, a través de subsidios bastante cuantiosos, solventaba su entrenamiento. Los informes se hacían por medio de interrogatorios, mediciones fisiognómicas y pruebas de resistencia física. Álvaro era uno de los mejores empleados de la División de Detección de Futuros Promisorios, donde trabajaba desde hacía más de quince años. La precisión de sus reseñas y lo acertado de sus deducciones, hecho comprobado con el transcurso del tiempo, hacían a su colaboración invalorable para el Jefe y muy apreciada para los usuarios.
Pero el hombre no era un dechado de virtudes. Siempre llegaba tarde, a las corridas, con la ropa arrugada y transpirada luego del viaje en subte. No parecía bañarse muy seguido y, a veces, estar a su lado no resultaba del todo agradable, ya que su ropa despedía un marcado olor a... uso. No se le conocía novia, amante, padre o madre de quienes ocuparse, si bien a veces invocaba cuestiones familiares para justificar su falta de puntualidad. Le costaba bastante meter la mano en el bolsillo para colaborar con los gastos de café, azúcar y otros insumos de la oficina y jamás había participado en los regalos de cumpleaños que, con rigurosidad, se hacían entre todos los miembros del plantel. Su formación académica, bastante por encima de la media, le permitía explayarse sobre ópera, literatura o pintura, cosa que aburría bastante a sus compañeros, siempre ansiosos por comentar la última emisión de los programas de TV de éxito por ese entonces.
Su relación con los usuarios tampoco era un lecho de rosas. Si los párvulos venían a las entrevistas acompañados de sus mamás y éstas eran jóvenes, bonitas y, de preferencia, morenas y pulposas, Álvaro los atendía con su mejor voz impostada y los trataba con deferencia. Incluso, a veces, se levantaba de su escritorio y se hacía una corrida hasta el quiosco de la esquina para comprarles un turrón o un regaliz. Ahora bien, toda la belleza de este mundo no bastaba para compensar el peor de los defectos: la insistencia. Formularle la misma pregunta más de una vez era imperdonable, aunque un buen escote podía llegar a brindarle a la angustiada mamá alguna oportunidad. Si los niños venían acompañados de sus papás, se hacía más difícil vaticinar la reacción: en general, si el hombre tenía tacto y trataba a Álvaro como el oráculo que él mismo creía ser (y que, sin dudas, era) podía tener alguna oportunidad. De lo contrario, maltrato en puerta. Álvaro mascullaba entre dientes o levantaba la voz, según el caso, dejaba de golpe su silla y abandonaba al entrevistado por largos ratos en los que nadie sabía dónde haba ido. A veces, su animosidad influía en las conclusiones de la entrevista y el pobre niño era descartado, cuando, en realidad, podía aspirar a una segunda oportunidad. Pero, a fuerza de ser sinceros, esto último ocurría en muy contadas ocasiones y, en general, la cosa no pasaba de un mal rato.
Sin embargo, había un recurso infalible para domesticar a la fiera: un buen regalo. Más precisamente, una buena botella de vino, whisky, vodka y demás etcéteras, lograban milagros. Los más astutos, dejaban el paquete sobre el escritorio de Álvaro ni bien comenzaba la entrevista, pero sin decir de qué se trataba. Daba risa ver los esfuerzos, primero sutiles y luego burdos, del pobre empleado para adivinar si estaba dirigido a él. El resto del plantel se desternillaba mientras lo observaba. A veces, se paralizaba toda la División a la expectativa. Esto, por supuesto, le disgustaba bastante al Jefe, quien vea disminuida la  productividad a causa de este divertimento.
Lo cierto es que se había corrido la voz y cada vez más usuarios le traían regalos dotados de altas graduaciones de alcohol. Era notable la habilidad del hombre para hacerlos desaparecer. Luego de cada entrevista adornada por un presente no quedaba nada sobre su escritorio, ni en el piso, ni sobre la mesita adjunta. Nunca nadie lo había visto irse con un paquete en la mano, por eso todos pensaban que en alguna parte del edificio debía estar la cava donde Álvaro guardaba sus tesoros. Esto intrigaba sobre todo a Delmiro, el Subjefe, quien, seguido de sus acólitos, organizaba expediciones arriba y abajo en el edificio para localizar la presunta bodega.
Conformaban un trío interesante. Delmiro, atildado y prolijo, siempre vestía trajes caros, de corte impecable, en colores neutros. Era el hombre de confianza del Jefe, quien le delegaba una buena parte de las tareas que le correspondían, guardándose para sí, el control y la supervisión de la productividad. Su gran capacidad de observación le permitía conocer los movimientos del personal, sus capacidades y falencias, al instante, como así también las alianzas y rivalidades. Algo déspota con sus subalternos, tenía con Álvaro una relación un poco contradictoria puesto que la eficiencia del empleado le ponía un freno al desagrado que le producía su personalidad. El Gordo Castro lucía un bigote frondoso y anteojos de armazón grande. Siempre llevaba pantalones de jean gastados y camisas leñadoras. Lo adornaban corbatas anchas, de colores brillantes y estampados florales. Rastrero y chupamedias, siempre se las arreglaba para quedar bien con Delmiro. La imagen de Barragán, en cambio, transmitía discreción. Hablaba siempre en voz baja y pausada, vestía en forma bastante insípida, muy meticuloso en todo su proceder.
El edificio que ocupaba la  División de Detección de Futuros Promisorios databa de la década del '60, época de grandes construcciones. Originalmente había sido proyectado como centro cultural, con un diseño muy moderno y ambicioso, trece pisos de altura, un gran hall central en la planta baja, varias salas de teatro y cine, salones de lectura, biblioteca y varios pisos de oficinas. En los primeros años después de la inauguración el arquitecto que lo había proyectado recibió varios premios y el edificio había funcionado muy bien, de acuerdo a los fines para los que había sido construido. Entonces se produjeron varios cambios de gobierno, algunos de ellos no del todo pacíficos, y se comenzó a perfilar el movimiento que luego fue conocido como “Orden Nuevo”. Uno de los pilares de esta política era la anticipación. Resultaba imprescindible conseguir que las medidas adoptadas tuvieran éxito y que ese éxito fuese inmediato. De ahí había surgido la idea de crear la División para garantizar los mejores resultados en todos los ámbitos importantes para la nueva política. El centro cultural, entonces, había dejado paso a la detección de futuros exitosos. El edificio que alguna vez había sido un ejemplo de arquitectura dedicada al arte y la cultura se transformó en un mastodonte poblado de funcionarios, las salas de teatro en auditorios de entrenamiento y la biblioteca en archivo de legajos.
Sin embargo, nunca fue ocupado en su totalidad y había oficinas en desuso, camarines atestados de objetos de utilidad improbable, recovecos, huecos bajo las escaleras, en fin, lugares donde no costaría mucho ocultar una bodega de cierto tamaño. Esa era la teoría de Delmiro. Una vez por semana, más o menos, desaparecían los tres por largos ratos de la oficina. Nunca volvían juntos. Iban cayendo de a poco, con cara de distraídos, como amantes que hubiesen tratado de disimular sus escapadas. El aspecto del Gordo, sin embargo, los delataba. Era el responsable de la acción física: se trepaba hasta alturas inimaginables por escaleras que, la mayor parte de las veces, no llevaban a ninguna parte. Se arrastraba por el piso, debajo de las estanterías del archivo, buscando puertas trampa que se abrieran hacia el arcón de los tesoros etílicos. Traía la camisa medio fuera del pantalón, la corbata floja y torcida, los pelos revueltos. Barragán, el estratega, siempre volvía con cara de asombro, como preguntándose cómo podía ser que sus deducciones hubiesen fracasado. Una vez, luego de una intensa entrevista, habían visto a Álvaro dirigirse con sigilo hacia los ascensores que llevaban a los pisos impares. El Gordo estaba un poco pesado para seguirlo sin ser advertido, pero Barragán se pudo escabullir y observarlo de cerca. El indicador luminoso trepó, de una sola vez, hasta el número nueve, se detuvo unos instantes y desde ahí ascendió hasta el trece. Varias recorridas anteriores le indicaron a Barragán que el piso nueve no era el objetivo, con seguridad. Se decidieron entonces por el trece. Todos los pisos superiores estaban ocupados por oficinas pequeñas, de poca importancia dentro de la estructura de la División, distribuidas de forma similar en cada planta: frente a los ascensores una recepción con un mostrador al frente y al fondo una estantería tipo palomar, cubierta de fichas de diferentes colores. A ambos lados, dos largos pasillos interrumpidos, a intervalos regulares, por puertas con el nombre de diferentes secciones escrito en letras negras: Gabinete De Clasificación, Junta De Selección, Boxes De Entrenamiento, y así sucesivamente, numeradas del uno al diez. Barragán se había quedado conversando con la recepcionista mientras Delmiro y el Gordo se dirigían hacia las oficinas de la derecha como quien no quiere la cosa. Una a una, abrieron las puertas. Todas estaban ocupadas, salvo la última:  Sala de Situación. El picaporte había cedido con facilidad. En el interior reinaba la penumbra, no obstante, Delmiro impidió que el Gordo encendiera la luz.
- ¡Castro, por favor, no sea torpe!- dijo, en un susurro- No tenemos por qué revelar nuestra posición.
- Cierto, Jefe, como usted diga. Pero acá adentro no se ve nada- agregó con timidez.
Delmiro había sacado una pequeña linterna de su bolsillo derecho y ya iluminaba todo el espacio a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas de estanterías desvencijadas que iban desde el piso hasta el techo, a unos tres metros de altura. Sobre los estantes, pilas de papeles, sueltos o guardados en cajas, no parecían conservar ningún orden coherente. El polvo lo cubría todo. Con lentitud, Delmiro hizo correr la luz de la linternita sobre los estantes. El silencio entre los dos hombres era tan profundo que se podía escuchar el sonido de su respiración.  La luz se detuvo en el cuarto estante de la estantería de la izquierda. Algo había llamado la atención de Delmiro: detrás de una pila de papeles, sobre la pared, una ranura vertical parecía indicar que allí había una puerta. El Gordo se abalanzó sobre el estante y comenzó a sacar los papeles. Levantaba las pilas, las apoyaba en el suelo, corría las cajas y las desplazaba hacia otros lugares presa del frenesí. ¡Esta vez estaba seguro!
- ¡Pare un poco, Castro!- dijo Delmiro en un susurro que sonó como un grito- ¡Ahí no! Si hay un picaporte, debe estar a la altura del estante de abajo ¿No se da cuenta, hombre?
El Gordo quedó paralizado, como siempre que Delmiro le demostraba su superioridad. Miró al Subjefe, esperando órdenes.
- Pero... ¿qué hace ahí? ¡Dele de una vez!... ¡el otro estante!... ¿o lo voy a tener que vaciar yo mismo? ¿Será posible? ¡No se puede delegar nada!
A pesar del fastidio, la voz de Delmiro no se elevó ni un poco. Sin embargo, su tono empujó al Gordo hacia el tercer estante. Siguió con su tarea de sacar papeles y desplazar cajas hasta que toda la estantería estuvo despejada. Los dos quedaron parados, lado a lado, mientras miraban hacia la pared. Por fin la puerta se revelaba en su totalidad. Delmiro recorrió el borde con la luz de la linterna en busca de un picaporte o pasador que permitiera abrirla. No lo dudaba. ¡Habían encontrado la cava!. En un primer momento ninguno advirtió el pequeño pestillo ubicado a la altura del estante y, en parte, oculto por él. Lo vieron al mismo tiempo y, juntos, se abalanzaron para abrirlo, pero el Gordo estaba más cerca y llegó primero. La puerta se abrió con quejido leve, casi imperceptible. Los dos hombres se miraron y, al mismo tiempo, miraron hacia la puerta, mientras tomaban algo de distancia. Una luz azulada, no muy intensa, iluminaba el cuarto contiguo. Delmiro, en su calidad de Subjefe y autoridad máxima en esta misión, se acercó primero a la estantería para ver el interior de la habitación misteriosa. Sin embargo, el contenido del cuarto no respondía para nada a sus expectativas. Pestañeó un poco, creyendo que el entusiasmo le estaba jugando una mala pasada, pero no, en lugar de las cajas de vinos, botellas de ron, whisky y vodka que esperaba ver, la luz azulada iluminaba sólo una cosa, ubicada en el centro de la habitación, y esa cosa no era una botella de vino.
- Pero... ¿qué mierda?- esta vez la voz de Delmiro se elevó un poco más de lo recomendable, sobre todo si se piensa en la delicada situación de los dos hombres, dentro de ese cuarto, a oscuras...
El Gordo se acercó al improvisado mirador.
- ¿Qué es eso, Jefe?- preguntó, sin dudar por un segundo de la sabiduría de Delmiro.
- ¡No tengo ni la más puta idea!
El aparato en cuestión era bastante grande. Ocupaba el centro de la habitación y estaba limpio y reluciente. Tenía la forma de un sillón de dentista o quizá de una silla de peluquero, de las que se ven en las películas de vaqueros. Los bordes, cromados, brillaban. El cuero del respaldo y del asiento relucía. El apoyabrazos derecho tenía una especie de extensión que terminaba en una pantalla de computadora, mucho más moderna que las que estaban en las oficinas de la División. La ausencia de un teclado hacía suponer que se trataba de una de esas computadoras de pantalla táctil que recién aparecían en el país. Sobre el respaldo descansaba otro aparato: un brazo curvo, con dos protuberancias en los extremos, como un auricular.
- ¡Tenemos que entrar! - dijo Delmiro entre dientes, ya olvidado por completo de la famosa cava de Álvaro.
Algo le decía que esa máquina era importante y que podía afectar a toda la División. Todavía no conseguía explicarse por qué estaba ahí y cómo había llegado sin que nadie se enterara, pero estaba dispuesto a averiguarlo.
- … hay que verla más de cerca- susurró.
Casi no había terminado de decirlo, cuando el Gordo ya estaba tirado en el piso polvoriento. Trataba de llegar a la puerta arrastrándose por debajo del primer estante. Pero los escasos veinte o treinta centímetros que separaban el estante del piso no le hubieran permitido el paso ni siquiera a un hombre mucho más delgado que Castro. Inmediatamente, intentó pasar sobre el segundo estante. A pesar del volumen de su cuerpo, se movía con un agilidad nueva. Le ponía tanto empeño que al Subjefe le daba pena decirle que no valía la pena, que había que buscar otro camino. Y eso que Delmiro no se caracterizaba por la sutileza a la hora de marcar los errores de los demás. Un chirrido y un movimiento amenazador de la estantería se encargaron de aplacar el entusiasmo aventurero. Los dos se quedaron paralizados.
- ¡Vamos!
En pocos segundos estaban fuera del cuarto. Habían cerrado la puerta misteriosa y colocado otra vez todos los papeles en los estantes. Cuando pasaron por la recepción, Barragán todavía conversaba con la recepcionista, a quien abandonó de inmediato cuando vio la señal de “abortar” que le hacía Delmiro mientras enfilaba hacia los ascensores. Bajaron los tres en silencio. En realidad Barragán intentó preguntar pero el tono de Delmiro y el mutis un poco asustado del Gordo, lo hicieron desistir. Cuando llegaron al piso donde se encontraban sus oficinas, todo parecía tranquilo. Encontraron a Álvaro conversando con la señorita Lucrecia.
- ...¿qué quiere que le diga, mi querida amiga? A mí me parece que las cosas que a uno le regalan, deben quedarse así. Si yo cediera los pequeños presentes que, de vez en cuando, y sin ningún interés en particular, me acercan nuestros usuarios, sería un desprecio tan grande que quién sabe a dónde iría a parar toda la buena energía que, sin duda, tienen. Se me ocurre que hasta podría sucederle algo malo a quien los recibiera...
 Delmiro, Barragán y el Gordo Castro sintieron que esas palabras les estaban dirigidas.

* * *

Habían pasado dos meses y no se había producido ninguna novedad. Sin embargo, el nuevo aparato, ya estaba presente en las conversaciones de todos, como un fantasma a quien nadie ha visto pero todos presienten. Por lo pronto, ya tenía un nombre: “El Exitrono”. Según se comentaba, serviría para agilizar la tarea de la División: podía procesar por sí solo en un día la misma cantidad de datos que a la División entera le llevaba, al menos, dos semanas. Barragán, con contactos con el Sindicato, había llegado un día, agitadísimo. Según él, habían estado en conversaciones con el mismísimo Ministro y eso le permitía afirmar que la llegada de la máquina era una verdadera catástrofe. Dismiuirían los puestos de trabajo y era muy probable que aquellos Jefes o Subjefes incapaces de adaptarse rápidamente al cambio fueran despedidos.

* * *

Los pasos resuenan en los pasillos de la División. Deslizan un compás de marcha fúnebre en los oídos de Delmiro. Ha recibido la orden del Jefe de revisar una oficina del tercer piso para instalar allí la nueva máquina. De la conversación sostenida, Delmiro no puede sacar ninguna conclusión. Presiente, se lo dice la media sonrisa condescendiente en la cara del Jefe, que su lugar dentro de la División y, tal vez, dentro del Ministerio, corre serio peligro. Hace varios días que no duerme. ¡Qué diferente se sentía cuando emprendía las cruzadas en busca de la bodega de Álvaro! A su paso se asoman algunos empleados. Nadie hace ningún comentario. Todos, quién más quién menos, saben el por qué del ritmo de su caminata. Más de uno, sonríe. Le duele la cabeza. Siente que su cerebro creció en los últimos minutos. O quizá se le haya achicado el cráneo. El pasillo, que parecía interminable, llega a su fin. Está parado frente a la puerta de la oficina que debe inspeccionar. Otra vez piensa en los vinos. Repasa mentalmente el tono ciruela del malbec y el rojo profundo del cabernet. Piensa en la transparencia ambarina de los blancos. Un  fuerte mareo lo asalta cuando hace girar la llave en la cerradura. Se aferra al picaporte para no caer y abre de golpe. Al encender la luz, nada le llama la atención, aunque la habitación parece dar vueltas en torno, como enloquecida. Apoyado contra el marco de la puerta, la transpiración corre a chorros por todo su cuerpo, pero logra tranquilizarse un poco. Puede ver a la izquierda un escritorio y una silla cubiertos de polvo. Al fondo, un armario ocupa toda la pared. Todo parece estar bien. Está a punto de cerrar otra vez la puerta de la oficina cuando decide revisar el armario. Camina con dificultad. Se le nubla la vista y le titubean los pasos. Abre las puertas del armario y, al hacerlo, una epifanía resuena en su cerebro. Desde adentro parecen mirarlo miles de ojos oscuros y redondos. ¡Ahí debe haber más de cien botellas! Vino, pisco, whisky, champán, tequila, vodka. ¡Es como la tienda de las maravillas! Las botellas lanzan destellos dorados, rojos, blancos brillantes. Las etiquetas parecen sonreírle. El dolor de cabeza y el mareo se transforman en una borrachera de alegría. En dos zancadas llega hasta el intercomunicador. Les da precisas instrucciones a Barragán y al Gordo para reunirse esa noche. Están de operativo.
Más tarde, los tres avanzan por el mismo pasillo que unas horas antes le había parecido a Delmiro la antesala del infierno. Podrían representar el “dream team” de los grupos de exploración. El Gordo Castro, mochila y pantalones camuflados. Barragán, riguroso equipo de gimnasia y bolso de mano. Delmiro, polera negra y borcegos. Caminan codo a codo y, si alguien pudiera observarlos, sin duda pensaría en alguna película de acción. Cuando llegan a la bodega los dos empleados no lo pueden creer. El Gordo corretea de una punta a la otra del armario. Acerca sus manos, de tanto en tanto, a alguna de las botellas sin atreverse a tocarla. Barragán no pierde el aplomo. Va sacando con cuidado las botellas y las coloca una al lado de otra sobre el escritorio. Delmiro, mientras tanto, contempla con satisfacción a sus subalternos. El Gordo Mira de reojo al Subjefe, a la espera de sus instrucciones. De repente, parece recordar algo. Toma la mochila y saca tres copas relucientes y un sacacorchos.

*  *  *


Hacía tres semanas que la nueva máquina se encontraba en funcionamiento. Sus resultados eran óptimos, ahorraba tiempo y energía. Habían tenido que hacer algún reacomodamiento de personal, pero pronto todos se habían adaptado a la nueva situación. La experiencia de Álvaro fue de mucha utilidad para mejorar el servicio. Incluso se lo veía un poco mejor vestido y más limpio. Ya no recibía regalos.

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