viernes, 11 de abril de 2014

La frontera, un cuento de Roberto Aguilar, abril de 2014




                                              La frontera

       Un día de huelga general en el país de los polimanyaros- para ser precisos el  jueves 10 de abril del 2010- el Sr. Azcasubi estaba en la disyuntiva de ir a trabajar a pie o quedarse en su casa a dormir todo el día y soñar con alguna chica que le acariciara el pelo gris de su cabeza ovalada como un huevo. Hacía poco había estado en las montañas cercanas a Chile. Disfrutó sus vacaciones con los pies en la tierra, entre el barro resbaladizo de las paredes inclinadas por la naturaleza. Anduvo por los riscos y ‘caminitos perdidos del indio’ con una cantimplora y una pequeña  mochila mojada por la persistente lluvia de la cordillera. Así que no lo pensó más y  decidió  ir a su trabajo.
        Tomó un pequeño mapa de la gran ciudad y trató de memori- zar las calles y avenidas por las que tenía que ir. Se maldijo un poquito, al no tener un Blackberry con una guía, Gps o lo que fuera. Pero a él le gustaba la antigua forma de viajar: con muchos cacharros, ropa y algunos papeles de ayuda memoria. Así,  se acomodó y sujetó el jogging verde y campera de jean celeste a su cintura. En una valija negra cargada al hombro, puso el mameluco de mecánico,  toalla, jabón, taza, cuchara para el mate cocido de las ocho,  Y se fue.
       Las primeras cuadras las hizo para cortar camino hasta llegar
a una avenida amplia que lo conduciría a una especie de autopista,
llamada por toda la gente de su país: ‘Frontera’. En las calles no había nadie. El silencio era de iglesia y parecía un día feriado. Azcasubi silbaba y cantaba mientras miraba los escaparates y el cielo gris de una mañana cálida y sin viento. Cuando tomó la ave- nida e hizo varios algunos kilómetros, divisó en la lejanía una hilera prolija de cerros que atravesaban su camino. Apresuró el paso. Su curiosidad le ganaba al miedo. Quería saber qué cuer- nos eran esas cosas enormes puestas adrede sobre la avenida. De golpe, el silencio se quebró por cientos de voces y cacerolas gol- peadas con palos por los piqueteros de la villa ‘Raulito hay una sola’. Salieron a su encuentro desde una calle lateral y lo metieron en el medio de la masa de gente. Algunos los le agarraban los brazos, se los subían a la fuerza y lo motivaban a cantar, gritar contra los vecinos y partidos de izquierda que estaban, sobre ‘la frontera’. Azcasubi enseguida tomó la decisión de apoyar a aquel grupo. Le pareció que era un torrente de viento con voces venidas del más allá, mucho más allá de las cordilleras. Veinte cuadras antes de llegar al punto del conflicto, el caminante  llegó a ver las altas tarimas sobre las que estaban las banderas rojas del otro bando. El grito de ‘No pasen. No van a pasar’ salido de altavoces quería hacer callar el canto de los de la villa. El propósito de ‘Raulito hay…’ era claro y preciso: quitar del camino a los gorilas. Quitar el estorbo del libre paso de los ‘soñadores del quilimanyaro’. Pero al llegar a la décima octava cuadra, Azcasubi escuchó el ulular de las sirenas de los polimanyaros. Venían con los vecinos de la zona a echar a los villeros. Los de la ‘Raulito’ empezaron a correr, pero no para escapar, sino hacia adelante. Y la gresca se armó. Azcasubi se sacó la valija del hombro y pegaba, pegaba contra las cabezas de los gorilas. Los villeros, a puras trompadas y patadas, se abrían paso en el tumulto y en un mar de furia hicieron retroceder a los vecimanyaros con banderas truchas del rojo pabellón de los antiguos rebeldes de la isla perdida y olvidada, Corsario Negro.  
Más polis llegaron en camionetas. Los refuerzos de los gorilas eran demasiados para aquellos que ya habían ganado las tarimas y prendido fuego a sus banderas. Azcasubi intentó subir a una de ellas, pero un golpe de cachiporra en la cabeza lo hizo bajar al piso.
       Los polimanyaros lo arrastraron de los pelos y lo tiraron en el asiento trasero de un celular. El acompañante del chofer, cuando se dio vuelta, lo reconoció como a su antiguo compañero de la es- cuela primaria. Se incorporó de su asiento lo abrazó y lo besó en su mejilla húmeda de sangre.
       -¿Dónde querés que te lleve?- le preguntó el poli
       - A casa, Napoleón- le contestó Azcasubi, después de que el auto de los guardianes salió de la gresca y se internó por la ciudad en llamas. Afuera se escuchaba el sonido de las balas, el murmullo del fuego sobre casas y edificios. El calor era sofocante. En un abrir y cerrar de ojos, dentro y afuera de la frontera, el país de los polimanyaros se había transformado en un infierno. El celular iba a todo trapo. Saltaba gomas incendiadas y vallas caídas. Desde algunas villas, los vagabundos de los ríos sin orillas’ le tiraban con piedras y bombas caseras, pero en otras estaban bien preparados y el coche esquivaba las balas. Azcasubi perdía sangre de la cabeza, se dejó desmayar y entró en un dulce sueño:
       Su casa estaba rodeada de fuego. En el interior de su pieza había pequeñas fogatas. Más que todo, en el cuarto del fondo, donde una mujer en llamas preparaba tortas fritas y mate cocido sobre una cocina encendida por una pequeña garrafa de campaña.
       -¡Mi hijo. Está el desayuno!- le vociferó una vieja chiquita como un duende.
       -¡Ya voy, má´!- le gritó el chico mientras miraba el techo de
su casa lleno del azul del cielo, el amarillo de un sol rodeado por nubes huidizas, transparentes y perdidas entre las puntas de las cordilleras de los lejanos y cercanos países de los polimanyaros.
       El niño no tardó mucho en pasar por la puerta entre su habitación y la del duende rojo de la isla, abandonada y

Recuperada, por la mujer en llamas.    

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