La frontera
Un día de huelga general en el país de
los polimanyaros- para ser precisos el
jueves 10 de abril del 2010- el Sr. Azcasubi estaba en la disyuntiva de
ir a trabajar a pie o quedarse en su casa a dormir todo el día y soñar con
alguna chica que le acariciara el pelo gris de su cabeza ovalada como un huevo.
Hacía poco había estado en las montañas cercanas a Chile. Disfrutó sus
vacaciones con los pies en la tierra, entre el barro resbaladizo de las paredes
inclinadas por la naturaleza. Anduvo por los riscos y ‘caminitos perdidos del
indio’ con una cantimplora y una pequeña
mochila mojada por la persistente lluvia de la cordillera. Así que no lo
pensó más y decidió ir a su trabajo.
Tomó un pequeño mapa de la gran ciudad
y trató de memori- zar las calles y avenidas por las que tenía que ir. Se
maldijo un poquito, al no tener un Blackberry con una guía, Gps o lo que fuera.
Pero a él le gustaba la antigua forma de viajar: con muchos cacharros, ropa y
algunos papeles de ayuda memoria. Así, se acomodó y sujetó el jogging verde y campera
de jean celeste a su cintura. En una valija negra cargada al hombro, puso el
mameluco de mecánico, toalla, jabón,
taza, cuchara para el mate cocido de las ocho, Y se fue.
Las primeras cuadras las hizo para
cortar camino hasta llegar
a una avenida amplia
que lo conduciría a una especie de autopista,
llamada por toda la
gente de su país: ‘Frontera’. En las calles no había nadie. El silencio era de
iglesia y parecía un día feriado. Azcasubi silbaba y cantaba mientras miraba
los escaparates y el cielo gris de una mañana cálida y sin viento. Cuando tomó
la ave- nida e hizo varios algunos kilómetros, divisó en la lejanía una hilera
prolija de cerros que atravesaban su camino. Apresuró el paso. Su curiosidad le
ganaba al miedo. Quería saber qué cuer- nos eran esas cosas enormes puestas
adrede sobre la avenida. De golpe, el silencio se quebró por cientos de voces y
cacerolas gol- peadas con palos por los piqueteros de la villa ‘Raulito hay una
sola’. Salieron a su encuentro desde una calle lateral y lo metieron en el
medio de la masa de gente. Algunos los le agarraban los brazos, se los subían a
la fuerza y lo motivaban a cantar, gritar contra los vecinos y partidos de
izquierda que estaban, sobre ‘la frontera’. Azcasubi enseguida tomó la decisión
de apoyar a aquel grupo. Le pareció que era un torrente de viento con voces venidas
del más allá, mucho más allá de las cordilleras. Veinte cuadras antes de llegar
al punto del conflicto, el caminante
llegó a ver las altas tarimas sobre las que estaban las banderas rojas
del otro bando. El grito de ‘No pasen. No van a pasar’ salido de altavoces
quería hacer callar el canto de los de la villa. El propósito de ‘Raulito hay…’
era claro y preciso: quitar del camino a los gorilas. Quitar el estorbo del
libre paso de los ‘soñadores del quilimanyaro’. Pero al llegar a la décima
octava cuadra, Azcasubi escuchó el ulular de las sirenas de los polimanyaros.
Venían con los vecinos de la zona a echar a los villeros. Los de la ‘Raulito’
empezaron a correr, pero no para escapar, sino hacia adelante. Y la gresca se
armó. Azcasubi se sacó la valija del hombro y pegaba, pegaba contra las cabezas
de los gorilas. Los villeros, a puras trompadas y patadas, se abrían paso en el
tumulto y en un mar de furia hicieron retroceder a los vecimanyaros con
banderas truchas del rojo pabellón de los antiguos rebeldes de la isla perdida
y olvidada, Corsario Negro.
Más polis llegaron en camionetas. Los refuerzos de los gorilas eran
demasiados para aquellos que ya habían ganado las tarimas y prendido fuego a
sus banderas. Azcasubi intentó subir a una de ellas, pero un golpe de
cachiporra en la cabeza lo hizo bajar al piso.
Los polimanyaros lo arrastraron de los
pelos y lo tiraron en el asiento trasero de un celular. El acompañante del
chofer, cuando se dio vuelta, lo reconoció como a su antiguo compañero de la
es- cuela primaria. Se incorporó de su asiento lo abrazó y lo besó en su mejilla
húmeda de sangre.
-¿Dónde querés que te lleve?- le
preguntó el poli
- A casa, Napoleón- le contestó Azcasubi,
después de que el auto de los guardianes salió de la gresca y se internó por la
ciudad en llamas. Afuera se escuchaba el sonido de las balas, el murmullo del
fuego sobre casas y edificios. El calor era sofocante. En un abrir y cerrar de
ojos, dentro y afuera de la frontera, el país de los polimanyaros se había transformado
en un infierno. El celular iba a todo trapo. Saltaba gomas incendiadas y vallas
caídas. Desde algunas villas, los vagabundos de los ríos sin orillas’ le
tiraban con piedras y bombas caseras, pero en otras estaban bien preparados y
el coche esquivaba las balas. Azcasubi perdía sangre de la cabeza, se dejó desmayar
y entró en un dulce sueño:
Su casa estaba rodeada de fuego. En el
interior de su pieza había pequeñas fogatas. Más que todo, en el cuarto del
fondo, donde una mujer en llamas preparaba tortas fritas y mate cocido sobre una
cocina encendida por una pequeña garrafa de campaña.
-¡Mi hijo. Está el desayuno!- le
vociferó una vieja chiquita como un duende.
-¡Ya voy, má´!- le gritó el chico
mientras miraba el techo de
su casa lleno del
azul del cielo, el amarillo de un sol rodeado por nubes huidizas, transparentes
y perdidas entre las puntas de las cordilleras de los lejanos y cercanos países
de los polimanyaros.
El niño no tardó mucho en pasar por la
puerta entre su habitación y la del duende rojo de la isla, abandonada y
Recuperada, por la
mujer en llamas.
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