PERFUME DE MAÑANA
Ledesma
camina todos los días por las mismas calles. Anteojos de carey gruesos,
indisolubles de su cara, y el cabello
oscuro, apenas pintado de canas. Desde
hace 27 años que, una jornada tras otra, sale de su casa de una planta,
agrietada por el tiempo, y camina dos
cuadras hacia Cabildo. En la avenida, toma el eterno 60 para bajarse en Avenida
de Mayo.
Siempre
sale temprano, busca encontrar un
asiento vacío. Viaja semidormido, recorre veredas, plazas y vidrieras que nunca
cambian. Ese rato es su espacio propio, el de sus pensamientos, rodeado de hombres y mujeres que no se ven
entre sí.
Esta
mañana de mayo, Ledesma está con los ojos cerrados, sentado casi
al fondo del colectivo. Va pensando en el permiso que debe pedir para salir
antes de la oficina y llevar a su madre al médico. Pobre vieja, si tuviera al
menos otro hijo para cuidarla.
Como
un impacto, como una explosión, como si el 60 se hubiera estrellado, así le
llega. El asiento de al lado se estremece con la vibración. Cuando Ledesma
inspira preparando un bufido, lo golpea un perfume delicado, fino. Un perfume
sencillo, honesto. La protesta se paraliza en su nariz. No quiere moverse, no
quiere perder con la mirada este placer repentino.
La
curiosidad siempre gana estas partidas. Y
esta vez también.
Castaña,
pelo corto, menuda, gordita, de alrededor de veinte años. La dueña del perfume
mastica chicle, mientras abre su boca descaradamente. Un rap desde su celular su celular eleva el
volumen hasta Ledesma.
Ella
lo ignora
Él
la observa con curiosidad y admiración.
Ledesma
mira el reloj. Son las siete y cuarenta. Mira por la ventanilla. Sabe que ella
subió al colectivo en Federico Lacroze. Calcula: fueron unos diez minutos
después de él.
La
muchacha del perfume se baja en Las Heras y Junín. El viaje pierde sentido de
nuevo. Él cierra los ojos. Hace desaparecer al mundo.
Al
día siguiente, Ledesma se despierta a las seis.
Se
baña y afeita como todos los días..
Se pone un traje.
No
cualquier traje, sino el de las fiestas, el de "vestir".
Se
perfuma, no mucho. No quiere perderse el de ella.
Toma
el 60 a las siete y diez. Sabe que es temprano, no le importa. Siente la
emoción de un aventurero.
Se
baja en Federico Lacroze.
Se
queda parado en la vereda. Mira por primera vez esa esquina, no la ha observado
en 27 años de trayecto.
A
las ocho la vida empezó a despertar. Chicos, tarde al colegio, arrastrados por
sus madres gritonas. Oficinistas de corbata suben al colectivo con caras, ahí
va mi propio rostro, se dice Ledesma.. Paseadores de perros arrastran más
animales que los posibles.
Bocinas,
frenadas, ruidos.
Ocho
y diez, el perfume ausente. Los ojos de Ledesma se abren ante el mundo,e sa
extraña aparición. El sol ya pega por
detrás de los edificios en un resplandor
que lo hace parpadear.
Él,
inmóvil, deja pasar un colectivo tras otro.
Ocho
y cuarenta. Ledesma mira por última vez su reloj. No está triste. Debería estar
desilusionado, pero no. Un extraña y nueva alegría le calienta el pecho.
Cruza
la avenida y toma el 60 de vuelta a su casa. Va mirando por la ventanilla. Esta
vez, el camino es otro.
.
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