Medialunas de jamón y
queso
Sobre la vitrina de la cantina
de la esquina vibraba la sombra de los árboles; el aroma a flores secas y
comidas calientes inundaba la cuadra. Ella lloraba en el escalón de la entrada.
Él llegó con tristeza a decirle la verdad, algo que ella no esperaba pero
intuía: algo se había revelado de una vez y para siempre. Él quiso besarla,
ella enojada lo empujó. Él se fue. A las
tres de la tarde ella había derramado un mar de lágrimas. El asfalto estaba tan
caliente que en una parcela de la calle se podía ver agua. Caminó cinco cuadras
hasta llegar a su casa. El edificio era de material barato y el calor
aumentaba. Subió por las escaleras corriendo. Se lanzó a la cama a llorar: se
tapó con la almohada para que nadie oyera los gritos de furia.
Sobre la vitrina de la cantina
había una persiana verde, sucia, oxidada. Cada gota de lluvia caía
intermitentemente y ella sentada en el banco que estaba al lado de la
ventana. Su mirada esa mañana era de
piedra, dura, impenetrable. No miraba absolutamente nada, aunque parecía haber
un punto en el que se clavaban como puñales sus ojos. Tal vez recordaba. Él
llegó a besarla. Ella estaba indiferente. Le dijo:
-No quiero verte más.
Él se fue. Ella nunca supo
cuánto le dolió a él haber sido rechazado dos veces.
Tuvo que volver bajo la lluvia
que parecía una caída de estrellas, el fin del mundo. Las cuadras estaban
mojadas, resbaladizas. Los techos, las terrazas se inundaban y por las
canaletas caían chorros de agua. Ella caminó hasta llegar a su casa. El
edificio: gris, mojado y sucio. Subió
las escaleras. Se lanzó en la cama a
llorar, gritó sin taparse con la almohada porque sus padres no estaban.
Al día siguiente el techo de la
cantina ya se había secado. El tejado rojo de barro estaba frío y seco. Desde
afuera, podía leerse “La cantina El gallo” en la vitrina sucia de hollín y
amarilla por los reflejos de la luz del sol. Ella pidió una “milanesa
completa”. Se sentó en el umbral de la casa de al lado a comer. Él pasó con la
bicicleta. Se detuvo. Le dijo que la amaba. Le dijo que no podía vivir sin
ella. Le aseguró que nunca iba a olvidarla. Ella dejó la milanesa sobre el
alféizar:
-Cometela si querés.
Y se fue.
Caminó bajo los toldos de las
casas, compró una bolsa de caramelos en el quiosco “Doña Florinda”. Subió las
escaleras del edificio. Se tumbó en la cama. No lloró. Pero sí sintió odio. Él
le había dicho lo que nadie debería haberle dicho. No podía contárselo a nadie.
Se sentía triste. Pensó durante horas mientras jugaba con las maderas de la
cama cucheta de arriba. Puso los pies hacia arriba, despegó la espalda del
colchón, giró todo su cuerpo, se retorció. Empezó a llorar otra vez.
Lloró toda la noche.
La “gallega” le dijo:
-No hay más medialunas con jamón
y queso.
Ella salió de la cantina. Por
primera vez en años la gallega limpiaba con lavandina los pisos, con rociador
las vitrinas. La calle estaba limpia, había olor a comida, pero también a
jazmines, a sol seco, a productos de limpieza, a perfume cuando alguien pasaba,
a tantas cosas… que ella se detuvo en la esquina a descifrarlos. Él llegó y le
dijo:
-Sólo quería saber si me
querías. Nunca estuve con otra.
Ella no le creyó.
Él se fue. Se dio cuenta que era
un tonto. Que el amor era más fácil. Que la había perdido.
Desde la esquina se escuchaba
gritar a la gallega:
-¡Te dije que no hay medialunas con jamón y queso!
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