martes, 2 de septiembre de 2014

Medialunas con jamón y queso, un texto de Gaby Ramos, septiembre de 2014

Medialunas de jamón y queso
                Sobre la vitrina de la cantina de la esquina vibraba la sombra de los árboles; el aroma a flores secas y comidas calientes inundaba la cuadra. Ella lloraba en el escalón de la entrada. Él llegó con tristeza a decirle la verdad, algo que ella no esperaba pero intuía: algo se había revelado de una vez y para siempre. Él quiso besarla, ella enojada  lo empujó. Él se fue. A las tres de la tarde ella había derramado un mar de lágrimas. El asfalto estaba tan caliente que en una parcela de la calle se podía ver agua. Caminó cinco cuadras hasta llegar a su casa. El edificio era de material barato y el calor aumentaba. Subió por las escaleras corriendo. Se lanzó a la cama a llorar: se tapó con la almohada para que nadie oyera los gritos de furia.
                Sobre la vitrina de la cantina había una persiana verde, sucia, oxidada. Cada gota de lluvia caía intermitentemente y ella sentada en el banco que estaba al lado de la ventana.  Su mirada esa mañana era de piedra, dura, impenetrable. No miraba absolutamente nada, aunque parecía haber un punto en el que se clavaban como puñales sus ojos. Tal vez recordaba. Él llegó a besarla. Ella estaba indiferente. Le dijo:
                -No quiero verte más.
                Él se fue. Ella nunca supo cuánto le dolió a él haber sido rechazado dos veces.
                Tuvo que volver bajo la lluvia que parecía una caída de estrellas, el fin del mundo. Las cuadras estaban mojadas, resbaladizas. Los techos, las terrazas se inundaban y por las canaletas caían chorros de agua. Ella caminó hasta llegar a su casa. El edificio:  gris, mojado y sucio. Subió las escaleras.  Se lanzó en la cama a llorar, gritó sin taparse con la almohada porque sus padres no estaban.
                Al día siguiente el techo de la cantina ya se había secado. El tejado rojo de barro estaba frío y seco. Desde afuera, podía leerse “La cantina El gallo” en la vitrina sucia de hollín y amarilla por los reflejos de la luz del sol. Ella pidió una “milanesa completa”. Se sentó en el umbral de la casa de al lado a comer. Él pasó con la bicicleta. Se detuvo. Le dijo que la amaba. Le dijo que no podía vivir sin ella. Le aseguró que nunca iba a olvidarla. Ella dejó la milanesa sobre el alféizar:
                -Cometela si querés.
                Y se fue.
                Caminó bajo los toldos de las casas, compró una bolsa de caramelos en el quiosco “Doña Florinda”. Subió las escaleras del edificio. Se tumbó en la cama. No lloró. Pero sí sintió odio. Él le había dicho lo que nadie debería haberle dicho. No podía contárselo a nadie. Se sentía triste. Pensó durante horas mientras jugaba con las maderas de la cama cucheta de arriba. Puso los pies hacia arriba, despegó la espalda del colchón, giró todo su cuerpo, se retorció. Empezó a llorar otra vez.
                Lloró toda la noche.


                La “gallega” le dijo:
                -No hay más medialunas con jamón y queso.
                Ella salió de la cantina. Por primera vez en años la gallega limpiaba con lavandina los pisos, con rociador las vitrinas. La calle estaba limpia, había olor a comida, pero también a jazmines, a sol seco, a productos de limpieza, a perfume cuando alguien pasaba, a tantas cosas… que ella se detuvo en la esquina a descifrarlos. Él llegó y le dijo:
                -Sólo quería saber si me querías. Nunca estuve con otra.
                Ella no le creyó.
                Él se fue. Se dio cuenta que era un tonto. Que el amor era más fácil. Que la había perdido.
                Desde la esquina se escuchaba gritar a la gallega:

-¡Te dije que no hay medialunas con jamón y queso!

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