lunes, 15 de septiembre de 2014

La muerte de Luis, un trabajo de interposición de fragmentos de Virginia Saavedra


La muerte de Luis

Era una mañana de principios de septiembre. Apenas si asomaban los primeros calores de la inminente primavera. Sentado sobre mi cama, acababa de incorporarme. El sol, furioso, entraba ya  por la ventana, anunciaba un día  de calor. A unos metros, mi mamá. Sus gritos desesperados me habían despertado.  “No. No puede ser”, gritaba o lloraba. O las dos cosas.


¿No? ¿No puede ser?

Esa mañana no había ido a la escuela. Estaba contento. Un sol radiante inundaba todo. Lo había visto por última vez minutos antes, mientras jugaba o andaba distraído en la vereda. Había pasado caminando a centímetros  de ella. Miraba a otro lado. Hacía rato  pensaba en otra cosa hasta que los gritos,  las corridas y los disparos –inevitablemente- le hicieron fijar la vista en esa dirección. La angustia se apoderó de él. Se le aflojaron las piernas. Recién entendió cuando lo vio tirado sobre el piso, ya todo rojo.


¿Así que no podía ser?


 No había dudas. Era él, su tío Luis. Corrió rápido a su casa. Gritaba pero no escuchaba  qué decía. Su madre salió corriendo, secándose las manos en la ropa.  Ante los gritos desesperados de la mujer, las confusas figuras alrededor de su tío se alejaban. Algunos vecinos salieron a ver qué pasaba. Otros cerraron las puertas con trancas. “Ay, por favor. Ay, por favor”, gritaba la mujer entre sollozos, mientras abrazaba al hombre muerto de seis balazos en el piso. 


No y no, seis veces no. No puede más.


Nunca había ido a un entierro. La única vez que un conocido había muerto ella era bebé. Cuando supo que habían asesinado a su hermano muchas cosas cambiaron en su vida. Hacía varios días quería conversar con Luis. Estaba preocupada, lo veía mal. Se lo había intentado insinuar a su madre. Pero ni bien empezó a decirle “mami, estoy preocupada por el Luis…” la madre con sus ojos llenos de ira y en un tono cortante le dijo: “Por qué no te preocupás por tu vida”.


¿Y por qué no? ¿Crees que no tengo ganas? No puedo.


 Era imposible decirle algo malo de Luis a su madre.  Ella sabía que Luis consumía hacía tiempo. La separación con su mujer lo había destrozado. Tan distraído, lo habían echado del trabajo. Hacía unos meses se juntaba en la esquina con unos pibes mucho más jóvenes. Los había visto varias mañanas cuando llevaba a sus hijos a la escuela “¿Qué hace con ellos?”, pensaba. “Este Luis está cada día más loco”. 


¿Que qué hago? No poder, eso hago. Y quiero poder.


Al escuchar los gritos de mi hijito de 5 años, salí corriendo de mi casa a la vereda. Estaba lavando los 
platos. Corrí. Lloraba y gritaba. Ni bien escuché los ruidos de pelea supe que algo podía pasarle al Luis. Pero rápidamente borré esos pensamientos. “Por qué tendría que pensar mal de mi hermano.” Corrí hasta la esquina del pasillo, donde había señalado mi hijo, ahí lo vi. Lo llevamos con un vecino que ofreció su auto al hospital. 

No poder. Impoder, no impotencia. Impoder.

Pero no hubo nada que se pudiera hacer por él. 
No algo imposible, algo que te robaron, poder robado.
Desde el hospital llamé a mi hermana. Me quedaba la tarea más difícil de todas, decírselo a mi madre.
Cuando llegué a la casa de mi mamá, ya lo sabía. Desfigurada su cara por el incesante llanto, me miró con sus ojos de fuego. Sentí que me culpaba. 

No. Puede ser.  Todo puede ser.

No hay comentarios:

Publicar un comentario