jueves, 1 de agosto de 2013

La primera vez, un texto de Alicia Lapidus, agosto de 2013

La primera vez
Cuando las cosas no tienen que ser, no son.
Juliana pensaba que era una frase llena de verdad. De hecho, toda su vida la había seguido  con un fanatismo casi religioso. Lo peor es que las cosas nunca eran para ella.
Nacida en Almagro, vivió con su familia en un viejo departamento de tres ambientes, su habitación era la más pequeña y oscura. Segunda de tres hijas, siempre supo que ese era su lugar, segunda. Sus hermanas, más atractivas y simpáticas, tenían el éxito social que a ella le estaba vedado.
Pasó una escuela primaria sin sobresaltos. Siempre alumna mediana, sin sobresalir. La escuela secundaria, prolija y sin amigos, también transcurrió en la invisibilidad. La facultad la eligió por descarte, Ciencias Económicas. Se recibió de contadora, como siempre, sola y pacíficamente.
Juliana ignoraba la pasión. Nada la emocionaba, nada había hecho con fervor. Cuando algo salía bien, se encogía de hombros. Cuando salía mal, se decía: no tendrá que ser, por eso no fue.
Su vida era un lago sin viento. Plácido, sin agitación. Había tenido varios novios. El sexo, siempre correcto, adecuado, sin emoción. Por una cosa o la otra, por ellos o por ella, las parejas se terminaron, siempre sin ni una discusión. Claramente, ella sabía: no tenía que ser.
A los 34 años, trabajaba en un estudio contable de fuste. Tenía un porte esbelto. Pensaba que su mejor atributo era su cabello castaño lacio, que cepillaba con esmero todos los días. Se ocupaba de la contabilidad de grandes empresas. Cada contador del estudio tenía asignadas un par de cuentas. Juliana llevaba las de una productora cinematográfica y las de una cadena de supermercados.
Ese 10 de marzo se tenía que reunir con los contadores de ambas empresas para cerrar las declaraciones juradas. Decidió ir primero a las oficinas de la productora, porque siempre eran más desordenados y le llevaba más tiempo.
Marzo en la ciudad es caluroso. Y ese día, especialmente cálido. Las adolescentes paseaban sus shorts y remeras por la calle pegajosa. Juliana, con un vestido blanco con flores rojas y sandalias blancas de estricto taco de cuatro centímetros, no llamaba la atención. Parecía tener esa edad indeterminada de la formalidad. Sin importar su largo cabello castaño, siempre pulcro, sus infinitas pestañas y unas piernas envidiables, nadie la miraba, nunca. Subió en el asfixiante ascensor de las oficinas hasta el piso 16 y, apoyándose desganadamente sobre el mostrador, se anunció con la aburrida secretaria, que invariablemente bostezaba cuando la veía
Se oyeron pasos detrás de la puerta de vidrio esmerilado. Se abrió brusca. Juliana se sorprendió.
-Hola, soy Hernán, el nuevo contador. Enrique se jubiló, ¿Sabías?
-No…, la…la…verdad es que no.
Estaba helada y sin palabras. Se le puso la piel de gallina y se quedó parada como un semáforo titilante. Era el hombre más hermoso que jamás había visto. Además le sonreía y la miraba de un modo que la incomodaba. Quería bajar los ojos y seguir viéndolo al mismo tiempo.
Algo notó Hernán. Se adelantó, la tomó del brazo y la llevó para adentro.
Habían hablado muy poco de contabilidad y nada acerca de ellos, cuando en la sala de reuniones vacía empezaron a acariciarse bajo la luz blanca incandescente. Las manos de él subían inquietas por debajo del vestido. Ella lo dejaba hacer, llevada por la vorágine que estrenaba su piel. Y se entregó, por primera vez, con pasión deslumbrada. Hicieron el amor, con jadeos contenidos, sobre la mesa de la sala. Juliana sólo alcanzó a sacarse la bombacha, mientras Hernán le subía la falda hasta la cintura. Al recuperar la calma, la guardó en la cartera, mientras alisaba su vestido con pudor.
Se sentaron en las sillas de oficina azules y, recién entonces, comenzaron a hablar.
-Yo soy casado, ¿sabés, Juliana? No sé qué me pasó, me enloquecí. Te pido mil disculpas.
Juliana lo miraba con ojos de lluvia. No dijo una palabra, ni una. Con su bombacha en la cartera y su vestido arrugado, se levantó y se fue casi corriendo mirando al piso.
Cuando llegó a su oficina, pidió que le cambiaran la cuenta. Nunca más quería verlo.
Los días siguientes se evaporaron en amargura. No podía dejar de pensar: Hernán no le importaba, su enojo era con ella misma por haber perdido el sentido. Al mismo tiempo se le cruzaba “no tenía que ser y no fue”.
Los primeros días, no se dio cuenta. Recién a la semana de atraso, lo notó. Lo vislumbró cuando al levantarse tuvo que ir al baño a vomitar. No, eso era imposible, no podía ser, no tenía que ser. ¡Qué estúpida! Juliana se miraba las ojeras al espejo y más se enojaba con ella.Se vistió apresuradamente y corrió a la farmacia. Compró el famoso test del que hablaban todas las secretarias de la oficina, jamás con ella, por supuesto.
Temblorosa, lo puso en el vasito con orina. Bajó la tapa del inodoro y se sentó a esperar. Miraba sin ver los azulejos verde agua y la bañera cascada. La segunda raya se dibujó tan rápido que pegó un salto. Miraba el palito plástico sin comprender. Lo tiró al piso desesperada. Su mundo estalló en pedazos. Sus pensamientos giraban imparables. “Cuando las cosas no tienen que ser, no son”, y ¿qué pasa cuando las cosas que no tienen que ser, son?
Juliana lloró, por primera vez, con angustia y desconsuelo.


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