La primera
vez
Cuando las cosas
no tienen que ser, no son.
Juliana pensaba
que era una frase llena de verdad. De hecho, toda su vida la había seguido con un fanatismo casi religioso. Lo peor es
que las cosas nunca eran para ella.
Nacida en
Almagro, vivió con su familia en un viejo departamento de tres ambientes, su
habitación era la más pequeña y oscura. Segunda de tres hijas, siempre supo que
ese era su lugar, segunda. Sus hermanas, más atractivas y simpáticas, tenían el
éxito social que a ella le estaba vedado.
Pasó una escuela
primaria sin sobresaltos. Siempre alumna mediana, sin sobresalir. La escuela
secundaria, prolija y sin amigos, también transcurrió en la invisibilidad. La
facultad la eligió por descarte, Ciencias Económicas. Se recibió de contadora,
como siempre, sola y pacíficamente.
Juliana ignoraba
la pasión. Nada la emocionaba, nada había hecho con fervor. Cuando algo salía
bien, se encogía de hombros. Cuando salía mal, se decía: no tendrá que ser, por
eso no fue.
Su vida era un
lago sin viento. Plácido, sin agitación. Había tenido varios novios. El sexo,
siempre correcto, adecuado, sin emoción. Por una cosa o la otra, por ellos o
por ella, las parejas se terminaron, siempre sin ni una discusión. Claramente,
ella sabía: no tenía que ser.
A los 34 años,
trabajaba en un estudio contable de fuste. Tenía un porte esbelto. Pensaba que
su mejor atributo era su cabello castaño lacio, que cepillaba con esmero todos
los días. Se ocupaba de la contabilidad de grandes empresas. Cada contador del
estudio tenía asignadas un par de cuentas. Juliana llevaba las de una
productora cinematográfica y las de una cadena de supermercados.
Ese 10 de marzo
se tenía que reunir con los contadores de ambas empresas para cerrar las
declaraciones juradas. Decidió ir primero a las oficinas de la productora,
porque siempre eran más desordenados y le llevaba más tiempo.
Marzo en la
ciudad es caluroso. Y ese día, especialmente cálido. Las
adolescentes paseaban sus shorts y remeras por la calle pegajosa. Juliana, con
un vestido blanco con flores rojas y sandalias blancas de estricto taco de
cuatro centímetros, no llamaba la atención. Parecía tener esa edad
indeterminada de la formalidad. Sin importar su largo cabello castaño, siempre
pulcro, sus infinitas pestañas y unas piernas envidiables, nadie la miraba,
nunca. Subió en el asfixiante ascensor de las oficinas hasta el piso 16 y,
apoyándose desganadamente sobre el mostrador, se anunció con la aburrida
secretaria, que invariablemente bostezaba cuando la veía
Se oyeron pasos
detrás de la puerta de vidrio esmerilado. Se abrió brusca. Juliana se
sorprendió.
-Hola, soy
Hernán, el nuevo contador. Enrique se jubiló, ¿Sabías?
-No…,
la…la…verdad es que no.
Estaba helada y
sin palabras. Se le puso la piel de gallina y se quedó parada como un semáforo
titilante. Era el hombre más hermoso que jamás había visto. Además le sonreía y
la miraba de un modo que la incomodaba. Quería bajar los ojos y seguir viéndolo
al mismo tiempo.
Algo notó
Hernán. Se adelantó, la tomó del brazo y la llevó para adentro.
Habían hablado
muy poco de contabilidad y nada acerca de ellos, cuando en la sala de reuniones
vacía empezaron a acariciarse bajo la luz blanca incandescente. Las manos de él
subían inquietas por debajo del vestido. Ella lo dejaba hacer, llevada por la
vorágine que estrenaba su piel. Y se entregó, por primera vez, con
pasión deslumbrada. Hicieron el amor, con jadeos contenidos, sobre la mesa de
la sala. Juliana sólo alcanzó a sacarse la bombacha, mientras Hernán le subía
la falda hasta la cintura. Al recuperar la calma, la guardó en la cartera,
mientras alisaba su vestido con pudor.
Se sentaron en
las sillas de oficina azules y, recién entonces, comenzaron a hablar.
-Yo soy casado,
¿sabés, Juliana? No sé qué me pasó, me enloquecí. Te pido mil disculpas.
Juliana lo
miraba con ojos de lluvia. No dijo una palabra, ni una. Con su bombacha en la
cartera y su vestido arrugado, se levantó y se fue casi corriendo mirando al
piso.
Cuando llegó a
su oficina, pidió que le cambiaran la cuenta. Nunca más quería verlo.
Los días
siguientes se evaporaron en amargura. No podía dejar de pensar: Hernán no le
importaba, su enojo era con ella misma por haber perdido el sentido. Al mismo
tiempo se le cruzaba “no tenía que ser y no fue”.
Los primeros
días, no se dio cuenta. Recién a la semana de atraso, lo notó. Lo vislumbró
cuando al levantarse tuvo que ir al baño a vomitar. No, eso era imposible, no
podía ser, no tenía que ser. ¡Qué estúpida! Juliana se miraba las ojeras al
espejo y más se enojaba con ella.Se vistió apresuradamente y corrió a la
farmacia. Compró el famoso test del que hablaban todas las secretarias de la
oficina, jamás con ella, por supuesto.
Temblorosa, lo
puso en el vasito con orina. Bajó la tapa del inodoro y se sentó a esperar.
Miraba sin ver los azulejos verde agua y la bañera cascada. La segunda raya se
dibujó tan rápido que pegó un salto. Miraba el palito plástico sin comprender.
Lo tiró al piso desesperada. Su mundo estalló en pedazos. Sus pensamientos
giraban imparables. “Cuando las cosas no tienen que ser, no son”, y ¿qué pasa
cuando las cosas que no tienen que ser, son?
Juliana lloró,
por primera vez, con angustia y desconsuelo.
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