sábado, 26 de febrero de 2011

TEXTOS DE PARTICIPANTES DEL TALLER, AMIGOS Y OTRAS YERBAS




EN BASE A "TRECE FORMAS DE MIRAR UN MIRLO", DE WALLACE STEVENS

SEMILLAS,  por Roberto Aguilar


Corona de espinas salvajes amanecen en Onolulú
antes de la primavera rosa y pálida
 de septiembre.
(semilla)

Algunas flores se meten en el tejado roto por las
lluvias de piedras  de agosto y visitan a los
enfermos en casas pobres.
(semilla)


Las plantas del cementerio son distintas
a las del jardín improvisado de mi mente, pero
huelen a quien hubiese querido amar.
(semilla)


El viento de mi ciudad perdida, por
estos días, es igual de suave, a las caras aterciopeladas de las flores.
(semilla)


Hay un dolor profundo entre mis manos. No es una
piedra, es una espina y se siente como el amor caliente
del asfalto.
(semilla)


Un viaje es una conexión entre mis sienes, con esta silla y
y esta mesa igual de quietas, y la escarcha de un río que
no avanza entre miles de coronas caídas.
(semilla)


La gente junta las manos para rezar; yo, mientras tanto, in-
cendio  ramas del árbol para ver si aparece algún rostro en-
tre la humareda.
(semilla)


La soledad,, desde la neblina gris de la mañana, llega para a-
quellos agobios coronados por las veredas hacia su
trabajo.
(semilla)


Blanco más blanco es igual a negro; otoño más invierno, yace
bajo mis pies una corona de espinas floreada todo el año.
(semilla)


Me gustan sus cientos de párpados rojos como los labios de las
eternas prostitutas.
(semilla)



Mientras escribo, mi reflejo está en el fondo del río y mis manos
crean un brisa traviesa entre las coronas. Pero no se mueven.
(semilla)


Es octubre y todavía estamos aquí, tan juntos, uno al lado del
otro, igual a la infancia interminable de este árbol que no para de
crecer y caer.
(semilla)


 Ya es la hora del silencio: de nacer cuando dormitamos y desper-
  tar muertos con los buenos aires azarosos de Onolulú.
  (semilla)










EL OMBLIGO AL MANDO, por Jazmín Cañete


                                                          

           
            Arriba:
            Una sinfonía furiosa, de nunca acabar. Misiles, miles, pasan fugaces y abren tajos ardientes en el lienzo, arcaico cielo, el vacío brota y su sangre tiñe todo de negro. Se apuran perdidos, de un lado al otro, en líneas rectas, diagonales, espiraladas, hacia ninguna parte.
            Una estrella fugaz corta y explota.
            Y otra.
                        Y otra. Piñatas:
            humo y crayones manchan la sombra.
            Ahora son infinitos, salen y se meten por agujeros que ellos mismos perforaron en el envoltorio del cosmos. El aire escapa en lento silbido.
            El tiempo no cuenta: el espacio es un boceto mudo.
            Tanta oscuridad impide ver.
           

            Abajo:
            EL camina por las rocas, hace equilibrio. Cada tanto, salta distancias vertiginosas, un metro, un metro y medio. Una sandalia pisa suelo firme, después la otra y entonces él vuelve la cabeza para mirarme. Me sonríe. Sus labios a penas rosados descubren unos dientes blanquísimos entre un cardizal de vellos cobrizos. Me saluda con la mano.
            Se agazapa y salta de vuelta. Una roca, la otra, sonrisa... Las suelas de yute chapotean sobre la piel de musgo que asfixia las piedras y, por ínfimos instantes, EL pareciera  resbalar. Pero no.
            Sólo nosotros acá en lo alto. Se saborea una calma agradable.
            Más temprano, estaba nublado y nadie quiso salir de su casa. Aquellos nubarrones no parecían soportarlo más, sostenían con dolor el aguacero. EL y yo igual vinimos a caminar por la orilla. Ahora, una brisa aclara el cielo y mueve sus nubes: avanzan apelmazadas, lentas. Bajan su humedad pesada, se meten a presión por las fosas nasales y aprietan el pecho que, al inflarse, se llena de olor a rocío marino. Me gustaría sentir el aire fresco contra su piel y mi abdomen. Me desabrocho la camisa y el short.
            Sentada, miro a EL desde mi propia roca. Avanza envalentonado, se aleja. Mis manos agarran puñaditos de arena de alrededor y la frotan contra mis muslos y mi panza al aire. Ella se pega durante un rato. Es fresca, de varios colores. Después se desliza pierna abajo mientras la tapo con la siguiente avalancha.
            EL ya parece una mosca intermitente sobre el gris: el suelo es algodón y el cielo piedra. Cada tanto, a lo lejos, titila una lucecita brillante: me está sonriendo. Escala las piedras y agita los brazos como si estuviera por volar.
            Está empapado de almíbar tibio y cada mechón enrulado –más oscuro que lo habitual– deposita una gota tras otra sobre sus hombros. El cobrizo de su pelo se derrite y chorrea por su espalda, resalta sus omóplatos salidos, angosta su cintura y se enreda alrededor de sus brazos, igual que mis dedos y mis besos.
            Me acuesto panza arriba: el ombligo al mando. Se ensancha y se contrae, se abre y se cierra. Flota, navega. Reposo sobre un suelo frío y duro. Inestable.
           

            Una especie de plato volador de cereza descansa en la arena todo blindado. Sus cristales escarlata, sudorosos, refractan la luz del sol y enceguecen la orilla –la única línea sobre el papel desgranado, hecha de un solo trazo en espesa tinta negra–. 
            Un colchón de magma enfurecido, espuma violácea contra el granito, una aureola de chispas blanca estalla en el aire. Ni bien la tibia baba acaricia su superficie, se monta sobre la joroba de la marea y comienza a avanzar a través de las aguas hirvientes, envuelto en su aura centelleante. A medida que cobra distancia del suelo, la gigante tela elástica debajo de él se vuelve más densa. Carnosa. Lo hace rebotar, subir y bajar.
            Boca arriba sobre el plato flotador, como una escultura de arena, ELLA también oscila entre las olas violáceas. Escaras de caramelo en su espalda y su piel de ventosas adherida a la superficie brillante y pegoteada. Sus pantorrillas, sus muslos, sus glúteos, hasta su hueco lumbar, se disuelven en el sudor dulzón. El sol ayuda a enternecer su piel.
            El colchón de carne se hincha y escupe el aire de un golpe. Calma, escupitajo, calma... ELLA flota, completamente sola,
                                                           en el centro del blanco divino. 


           
            El vaivén me adormece. ¿O me desvanezco?
            Una barricada de espuma me pasa por encima y me tapa. El manto furioso me propulsa de un lado al otro violentamente,
                                                                       para allá,
            para acá, para arriba,
                                    para abajo.
            El suelo duro a mis espaldas se empieza a disolver con la saliva, el calor, se achica de los bordes hacia el centro, donde estoy. Sus destartalados diamantes se separan y voy derramando las piedritas coloradas por todo el lienzo. Sin abrir los ojos, intento alcanzar las que se fueron al fondo del antiguo mar para guardarlas en mis piernas o mi panza.
            Chapoteo y, por ínfimos instantes, pareciera  que resbalo. Caigo.
            El rosa invade: rosa el mar, el cielo, las piedras, mis manos, mis muslos y mi abdomen, una única superficie lisa.
            Una lucecita blanca parpadea más adelante, pero está muy lejos para alcanzarla.
Por primera vez, abro los ojos:
            la playa.


En el medio:
El olor a pólvora. Quizás agotados, quizás vencidos, los proyectiles se detienen. Poco a poco resurgen los sonidos: de animales, motores, bocinas, vías rechinantes, radios sin señal.
            Los hombres desentierran sus cabezas. ELLA también: se sacude los restos de arena del cuerpo y se viste. Todos se miran tímidamente. Miran el cielo.
Finalmente, sienten un resplandor tibio. Sale de atrás de unas nubes, algodón dulce, rosa y violeta...con cuerpo.















UN TOLDO DE LONA VERDE,  por Jazmín Cañete

 


           
            Siempre fui la chica de los codos hinchados. El mundo está lleno de gente con un toque, con algún rasgo que atrae a la mirada. Andan por todas partes: orejas salidas, manos gigantes, narices infladas, ojos saltones, pantorrillas anchas, cabezas pequeñas...Vi rodillas pero, en codos, soy la única.
            El hombre que me miraba desde el sillón del lobby estaba descalzo. Tenía puesto un pantalón de vestir negro –le quedaba corto–, una camisa rosada y, encima, un chaleco rojo: los colores del hotel. Los dedos de sus pies, perdidos en una maraña de rulos negros, terminaban en unas uñas filosas, animales. Éste raya el piso al caminar, pensé y dejé de mirarlo. De pronto, metió cada pie en una media, sin sacudirles el polvo ni toda la mugre que había juntado del piso, cada media en un zapato –unos zapatos negros, recién lustrados, sin cordones–, se acercó hacia donde yo estaba, atajó unas llaves que el chico del mostrador le lanzó y me llevó a mi habitación. Durante todo nuestro desfile por el pasillo no pude despegar mis ojos de sus pies, su toque. Esos zapatos estaban bien brillantes.
            Puedo precisar fecha y momento exactos de la primera vez que sentí la felicidad. O, al menos, sentí estar en uno de esos momentos que – lo sabés–  dentro de mucho tiempo vas a recordar como felicidad.
            Eran alrededor de las cinco de la tarde, un día lluvioso, todo pálido. Había niebla –espesa, opaca– y lluvia finita, casi un rocío. Yo caminaba con mi campera de alta montaña cerrada hasta la nariz, la capucha puesta y sus cordones fuertes contra el perímetro de mi rostro. El agua acariciaba mis pómulos y algunas gotas se prendían de mis pestañas. Guardaba las manos hechas torpes puños en los bolsillos. Su tela era suave. Fría. El clima inestable, el aire helado, la incomodidad del paraguas hacían que todo el mundo prefiriera evitar el exterior. Yo no, porque estaba de vacaciones. En vacaciones cada día vale como valen los días en la cuenta regresiva de un enfermo terminal; cada lugar nuevo parece esconder un tesoro, es la luz filtrada a través de la rendija que queda entre la puerta y el suelo, la imagen borrosa en el largavistas del marinero creyendo divisar ¡tierra! o la pepita de chocolate perdida en la profundidad esponjosa de un helado de crema. Tenés que escarbar con la cuchara. No caminaba muy rápido pero, a la vez, me movía impulsada por cierta ansiedad.
            Había llegado a Kuhmelén hacía tres días y todo lo que puedo recordar de ahí es: lluvia. Mi habitación del hotel –el primer lugar al que llegué, era medianoche– tenía olor a naftalina y trapo mojado. Uno de esos trapos con los que la camarera de un bar desconfiable embadurna el aire al retorcerlo contra tu mesa. En cámara lenta, la mano aprieta, él va y viene con sus hilos grises empapados de transpiración. Ni siquiera abrí las sábanas de la cama, ya me envolvía el vapor. Sin embargo, algo conforme y satisfecha me sumergí en profundos sueños y al otro día amanecí como nueva, igual que el pasto: fresco.
            Todos esos días me la pasé caminando. De los costados de las calles ondulantes, salían otras callejuelas y se iban –en zigzag– hasta perderse entre las casas a lo lejos. No había nadie afuera. Algunas ventanas estaban abiertas, con las cortinas hacia la intemperie, mojándose. Era tan placentero doblar en esas callecitas y caminar, caminar, desafiando su fin. Nunca llevo mapa.          
            Como les decía, el tercer día, también llovía. Yo había agarrado algún rumbo –distinto al del día anterior y el anterior a ése– y pensaba en cómo sería la gente cuando pasase el agua. La gente de ese lugar, la gente escondida. Cuáles serían sus costumbres, su día a día, digo. Su plaza, su iglesia, sus escuelas, los colores de su bandera, el nombre de su moneda, el programa de televisión más visto, las peores palabras para insultar a una persona, el olor más feo, su mejor presidente, pensaba. Me estaba atrapando aquel pueblo fantasma cuando, de pronto, el viento helado trajo algo. Me bajé la capucha para escuchar mejor, ¿el sonido?, ¿música de muy lejos? Caminé acelerada durante un rato, pretendía acercarme, la perdía y la encontraba. Así, un rato, hasta que no se escuchó más. Definitivamente, no se escuchó.
            Volví a atarme los cordones alrededor de la cara y saqué un cigarrillo. Empezó a llover más fuerte, las mil gotas hacían tremendo ruido. Bombardeada, me refugié bajo un toldo de lona verde que había sobresalido de la nada. Di unas pitadas, mientras miraba el agua rebotar en los adoquines y saltar a lo lejos.
            El techo que me cubría, en realidad, cubría una puerta a mis espaldas. Golpeé. No abrió nadie, no parecía haber señales de nada vivo, de ningún movimiento, ¿y por qué los habría en el lugar sin nadie, en ese altamar durante un temporal? 
            Mi oreja ya estaba pegada a la madera y mi mano sobre el picaporte. El cielo empezó a darnos descanso, inundó la ciudad en silencio. Se hacía de noche.     De golpe, caí al piso, alguien había abierto y mi nariz respiró a centímetros de unos zapatos negros: cuero recién lustrado y olor a cera.








DISCOS CONTRA FONDO OSCURO, por Víctor Dupont

LA HISTORIA DE LOS PECES

La idea me la dio una amiga. Fue después de contarle sobre mi departamento, sobre los criterios de sobriedad y limpieza en la ornamentación y moblaje. Ella me recomendó poner una pecera y adornar el ambiente con la vista de los peces. Me pareció una excelente idea y, a la vez, me extrañó que no se me hubiera ocurrido antes. De hecho, cuando me trajeron la pecera, la conectaron y me explicaron su mecanismo; quedé sorprendido por lo bien que encajaba. La ubiqué en un estante liberado de la biblioteca y, cada vez que me recostaba sobre el sillón, me sentía seducido por el movimiento de los animales.
Eran tres, muy pequeños. Sus colores: amarillo, naranja y violeta.
Cada tarde repetía el mismo ritual. Cuando empezaron a crecer, el espectáculo fue todavía más cautivador. El pez naranja desarrolló una boca de labios gruesos. Las hendiduras branquiales, prominentes,  mutaban cada vez más a un amarillo lívido. El pez amarillo y el violeta, por su parte, expandían sus ojos, mientras sus aletas se tornaban imperceptibles en sus cuerpos.  
Acompañé mis contemplaciones con un cigarrillo. Me sentaba y fumaba. Ponía mis piernas cerca de la cabecera, de modo que mis zapatos de profesor quedaran cómodos. Desarrugaba mi camisa, la acomodaba a mi cintura para encontrar la posición favorable del espectador. Por momentos, el leve reflejo del vidrio superponía mi rostro a la imagen de los animales. De soslayo, me descubría observado por la mirada de un hombre de treinta y cinco años, por la cara de un tipo tranquilo, satisfecho y dispuesto.  
Una noche volví de dar clases. Me había quedado en una reunión con otros profesores y llegué tarde, a eso de las ocho. Comí rápido y me recosté. Al día siguiente, debía levantarme muy temprano y, como siempre, querer dormir en seguida me produjo el efecto opuesto. Insomnio. Resignado, en fin, me levanté y fui a la cocina. Serví un vaso de leche. Y recordé el espectáculo de los peces: el pez naranja ya tenía unas escamas oscuras, el amarillo había engordado al punto de flotar casi sin aletas y el violeta defecaba con fruición.
Prendí la luz de la pecera. No vi a ninguno. 
El motor funcionaba y las burbujas sobresalían entre las paredes de vidrio. Estaban las piedras. Todo. Menos los peces.
Abrí la pecera y encontré a los tres muertos. Sus cuerpos, pegados contra el interior de la tapa. “Pegados”, no. Mejor dicho: adheridos. La piel, seca; los ojos, abiertos, sin vida. Tocarlos era sentir la aspereza de los cadáveres. Cuando presioné con mi dedo índice en la panza del pez amarillo, esa sequedad se convirtió en blandura y sentí hundírseme la uña en la superficie. Brotó un líquido blanco. Un líquido contenido, que estalló ante la presión.
Quedé perplejo. Los cadáveres de los peces entre mis manos. Fui al baño y vi mi cara, exangüe. Los ojos, la boca endurecida, las cejas con el arco dormido. Me temblaban las manos.
Días después fui a uno de esos acuarios. Un acuario sobre la avenida Rivadavia, justo enfrente de un puesto de flores. Ni bien entré, reparé en la cantidad y variedad de peces y peceras; en la policromía, los tamaños y los curiosos nombres de algunas especies: Pterophyllum Scalare, por ejemplo, o Betta Splendens. En un folleto, a la especie Symphysodon Aequifasciata le seguía esta explicación: “Su origen es de América del Sur (el Amazonas). Los Symphysodon son discos. La particularidad de los discos es su preferencia por la compañía de otros discos. No son peces solitarios: les gusta nadar juntos. Su ambiente prefiere incluir plantas, adornos para que puedan nadar a través de ellos. Y, sobre todo, rocas. Los discos no son peces agresivos.”
Me acerqué a un vendedor. Me observó y escuchó con una mueca de escepticismo. Le comenté la experiencia de mis peces. Él me preguntó si funcionaba bien la pecera, si tenía suficientes rocas y si los animales comían, por lo menos, una vez al día. Me preguntó, también, si les dejaba la luz prendida. Ante mis respuestas, arqueó sus cejas y miró, abriéndome sus ojos redondos como la luna. Me dijo que no tenía más para decir.
Elegí dos peces. Repetí los colores amarillo y violeta. El vendedor, con los ojos cada vez más grandes, la finura y el dinamismo de sus dedos, llenó una bolsa con agua. Sacó los peces diminutos de las peceras y los echó sobre la bolsa. Le pagué y, ante una inútil recomendación, le agradecí y me fui.
Eran las siete de la tarde. Mi aspecto debía provocar risa: estaba atemorizado, paranoico. Los rasgos alertas, las manos en tensión, el caminar cimbreante. Un hombre desesperado, por la ciudad, con sus zapatos de profesor. Fui por Rivadavia. La bolsita seguía aferrada a mi pecho. No pocas veces choqué contra transeúntes, crucé imprudente la calle, recibí algún insulto de los conductores. El frío de la noche crecía con vientos penetrantes y yo temía por mis peces. Cada dos cuadras, me escondía en un rincón, en alguna pared y presionaba con fuerza el nudo de la bolsa. La levantaba, despacio. Los veía: los dos peces, ínfimos. Eran tan pequeños si pensaba en los otros muertos, con sus bocas y branquias y ojos descomunales. Pequeños y, sin embargo, llenos de chispazos y fulgores en sus movimientos.
En esos días el atardecer era más veloz, las calles más atestadas, los alumnos más enmarañados y herméticos en sus preguntas, más erráticos en sus comportamientos.
Recuerdo que una alumna me increpó a la salida de una clase. Yo había hablado sobre el evolucionismo y sus orígenes. Lo hice muy por encima, traído el tema mediante una comparación. La chica, con los ojos encendidos, me arrinconó y me dijo que el verdadero autor del evolucionismo era Hegel, así como la muerte de Dios y de Luis XVI estaban implicadas en Descartes, por si no lo sabía. Y, con furia, con asco hacia mi persona, agregó que la fórmula de la Relatividad era machista y yo no parecía sino un agente a sueldo del falogocentrismo.
Los peces crecieron, otra vez. Me dejé conmover por el espectáculo de la contemplación. Los gocé y el asunto de los  muertos dejó de perseguirme. Los contemplaba por la mañana, antes de ir a trabajar. Mientras daba clases, pensaba en ellos. Me asaltaba una extraordinaria memoria para los detalles: las narinas, las escamas, las distintas aletas, sus ligeros cambios de color. Todo, mientras hablaba ante treinta personas. Pero una vez, frente a la pregunta de un alumno, llegó el ridículo. La pregunta era muy concreta. La respuesta, mi respuesta, fue: Symphysodon. 
Sería tonto hablar de un misterio, de un embrujo, de burdas mitologías. Yo conocía mis peces y nunca tuve la estúpida tentación de humanizarlos: no los creía presos de una inmovilidad absoluta, ajena al tiempo y al espacio (en cualquier caso, el tiempo y el espacio son expresiones ambiguas). No intentaba comunicarme con ellos, sabedor del abismo entre las especies, del precipicio negro que separa a todas las criaturas. No, nada de eso. Sólo los conocía, los disfrutaba en la inmensa distancia, en su monotonía de agua y piedras.
Y un día los encontré muertos. El violeta había mutado a un marrón, una suerte de piel barrosa. El amarillo estaba cerca de un rojo sucio, con matices de un gris (en sus aletas) inexplicables.
Otra vez, muertos.
Pegados contra el interior de la tapa, los cadáveres secos, el líquido blancuzco a presión. Los peces se mataban al intentar escapar de lo que empecé a considerar –perdón por la obviedad- un laberinto.




EL CLAMOR DE GAIA (fragmento), por José Luis Otermin




          El silencio, densa bruma del momento, envolvió la tarde con inquietante sopor.
          A un mismo tiempo Teseo y Asterión advirtieron la espada en su funda para comprender, a su vez, que la vida tenía color de bronce y la suerte había anidado en su filo. Antes de moverse cruzaron una larga y profunda mirada, en busca de una respuesta conocida.
Danzaron. Sus pies buscaron la ubicación precisa, paso de baile del Caballo que salta a la Torre para ponerse a salvo y atacar presto. Danzó el cabello en un vaivén despreocupado, laxo sobre el pómulo del aqueo. Solitaria, una gota se descolgó por la frente del rey desprovisto de solemnidad y se perdió entre sus sandalias. Entrechocaron pupilas en un aire tenso de miradas desafiante una, infantil y temerosa la otra. Visión centrada en el adversario, aire escaso para dos, arena enorme para ambos. Piernas que sostuvieron al cuerpo que rezumó odio versus piernas sostén del niño prisionero en el cuerpo aterrado del adulto. Se secaron las bocas como aquellas tardes de verano a la espera de las lluvias y cayeron los párpados, relámpagos de ojos atentos al otro. Se gruñeron en la cara, desafío atento a la primera movida, aquélla que dará comienzo a la lucha. Por un lado se midieron, escrutaron, aguardaron la imprecisión del costado débil, ése que costará la derrota, fatalidad siniestra al acecho como la noche al día. Humedad quemante en los ojos, salitre pegajoso y molesto; Molesto y cegador al mismo tiempo. Es tiempo de resolver afrentas, añejas herencias de padres y otros ausentes en la hora de la verdad. ¿Hora? Hora de pagar deudas, enfrentar al destino, resolver intrigas, abrir nuevas heridas para sanar las antiguas, de cara y ceca. El temido momento donde profecía y destino se entrecruzan, presente y futuro se vuelven inciertos, los dioses favorecerán a uno para obtener su tributo. El cielo presenció la danza. ¿Cómo se defenderá? Fue una de las preguntas que rondó las mentes cual mosca a la hora de la siesta. ¿Será tan fuerte como parece? Invitó a pensar la actitud del otro, ese otro de enfrente, el que clavó los puñales de sus ojos en la piel tostada por los veranos de aquella juventud plena de indiferencia al destino. En lo alto un pájaro batió sus alas llevándose la quietud del momento.
          Enesidaone rasgó el vestido de la tarde, ansioso por zanjar la afrenta.
El cielo sangró piedras y, desde las alturas, Artemisa disparó sus flechas hacia Zeus, sin acertarle.







DESPARPAJO, por Lourdes Landeira

"Tambores, Uruguay, gran familia de tocadores, hermanos, tíos, primos, amigos, que con sentimiento se juntan para expresar el más autóctono folklore que aquí existe. Doscientos años desde la colonia hasta hoy en día, el chico, el repique y el piano, palo y mano caminan por las calles para que la gente goce, los vecinos escuchen en la distancia el ritmo del candombe. Agresivo pero sincero, resistente a través del tiempo y la tradición ancestral del negro. Candombe. Mezcla de pueblo. Calor de piel. Color y alegría. Ritmo y baile. Herencia africana." Hugo Fatoruso

Silvia amaneció hoy a las siete, media hora antes que su reloj la llamara a despertar. Está ansiosa, es su gran día. Pone el agua en la caldera y la deja en el fuego mientras se baña. Se demora en el espejo, entre sonrisas, gestos, saludos. Todo sin dejar de mover sus pies y balancear su cadera. El agua se hirvió, no sirve, tiene que sacarla en su punto justo para hacer un buen mate.  En su cabeza retumban tambores, pero en la atmósfera reina el silencio. Es verano y los chiquilines de la cuadra empiezan tarde el barullo. Y reina, eso será ella esa noche. Termo bajo el brazo y a pocas cuadras, el río que se sabe mar la convoca a llenar sus retinas de inmensidad.
 Las palmas de su mano izquierda marcan el ritmo sobre la pierna y apura el cuerpo hacia la fábrica. Tiene que fichar a las ocho en punto, sabe que las largas noches de dios momo harán peligrar su presentismo, pero debe intentarlo. Todos los años consigue licencia en febrero, aunque esta vez no fue posible. Rob, el jefe de personal- un rubio alto y de grandes orejas, recién venido de tierras frías- no entiende de carnavales. No importa, nada empañará su fiesta. Vistió su rostro moreno con la mejor sonrisa y logró un turno especial. A las dos de la tarde dejaría los pedales de la máquina y volvería a inundarse de río antes de llegar al apartamento de una pieza de la calle Maldonado.
Desde siempre,  en el mismo barrio de Palermo, al sur de Montevideo. Cuando niña- en el conventillo, a pocas cuadras de donde vive ahora- espiaba por la mirilla de la puerta y por el visillo de la ventana  el tronar de tambores contra cualquier muro. Los sábados se dormía con un cosquilleo en la panza; su padre la llevaría con él a la mañana siguiente. Era el encargado de encender la fogata para templar las lonjas. Conocía con precisión necesario para quebrar la rigidez y lograr el sonido perfecto. A Silvia le fascinaba esa ceremonia y, cuando su tía la subía a los hombros para acompañar el andar de la comparsa, simplemente era feliz.  
Igual que ahora; su agrupación se prepara para  el desfile. Toda Isla de Flores está dispuesta a sentirlos pasar. Son unas veinte cuadras colmadas. En las veredas angostas – particulares cajas de resonancia - tres hileras de sillas se entrecruzan con los banquitos ofrecidos por los vecinos. Los balcones y las terrazas se agigantan para recibir visitantes. Las ventanas de madera se abren entre  hamburguesas y chorizos a la venta, desde un living con una vieja Siam que enfría por igual cervezas, sidras y jugos. “Po, acaramelado el poo”, invita un vendedor por la acera seguido de otros con manzanas, espuma, caretas y refrescos.
Silvia siente que su cuerpo arde y la desborda. Los tacos finos la elevan diez centímetros del piso y las plumas anaranjadas la acercan otros treinta hacia el cielo. En el medio, un minúsculo género bordado en piedras plateadas cubre su pudor. Mucho brillo sobre su piel y destellos dorados en su rostro. Todo está preparado:
  Juan y Horacio a cargo de la pancarta de presentación de la comparsa;
  los estandartes erguidos, el sol lo lleva Susana, su compañera de pieza, la estrella va con Mauricio, el ferretero; y la media luna, con la emoción de Fernando, n recién llegado del interior y ya debuta en el desfile;
 el cuerpo de baile, con sus bikinis amarillos y las polleritas naranjas, contagia sensualidad
 Jacinto, el escobillero, hace gala de virilidad con su taparrabo adornado con lentejuelas y cascabeles. Su escoba es puro malabar y destreza. La hace girar por igual sobre su dedo medio, sobre su frente o su pie;
  Doña Ester, la que vende torta fritas en el barrio, hoy es auténtica dignidad y elegancia en su rol de Mamá Vieja. Sus largas polleras, el pañuelo blanco sobre la cabeza, una canasta de flores de su propio jardín en una mano y la sombrilla en la otra;
 Don Agustín, a él, Silvia no puede dejar de mirarlo. Es su abuelo y está orgullosa de su larga barba blanca, natural, justa para representar al gramillero. Ella planchó su frac con esmero el día anterior. Hoy le colocó la galera y el bastón. Pero había perdido su valija con los yuyos para dolores y mal de amor. Jacinto la encontró y dijo haberle agregado una gramilla para la memoria. Valió el chiste inocente para aflojar la carcajada necesaria;
 Cris es el bailarín estrella, está hermoso todo vestido de blanco, con sus largas trenzas negras debajo de su cintura. Él comparte con la vedette, Silvia, la misma línea de danza. Lejos de opacarse, relucen juntos. Solos unos pasos delante del alma de la comparsa;
 la cuerda de tambores, claro. Casi cincuenta sones perfectamente ensamblados  convocan, se hablan, contestan y hasta rezongan.
Llaman.
Tres tambores chico, dos tambores piano y dos tambores repique en cada una de las siete hileras de siete.
Con  golpe de cuatro dedos en el borde del parche y  golpe con palo en el centro habla el chico, pulso constante y parejo. El piano forma el ritmo con palo y mano al unísono sobre el parche y luego se acentúa, se abre, se tapa, para dialogar. La improvisación y el juego de fraseo del repique alternan la mano contra el parche, el palo contra el parche y el palo sobre la madera de lado;

los tamborileros avanzan juntos, con paso corto, como el ancestral caminar de los esclavos de pies encadenados. Y visten iguales.
También en eso participó Silvia. Wilson se lo pidió y no pudo negarse. Se gustan desde niños, desde el día en que él desafió la burla de sus amigos para socorrerla en un vuelco de bicicleta. Cuando él ya tuvo puesto el sombrero de paja con flecos, la capa amarilla sobre la remera blanca, el bombachudo negro y las alpargatas, ella le cruzó prolijamente las cintas desde los pies hasta las rodillas, bien firmes. Entonces él se colocó el talí, la cuerda ancha que sostiene su piano, la miró, se besaron y la fiesta comenzó.
 Silvia ya está bailando; no parará un solo segundo hasta recorrer las veinte cuadras de desfile. Sabe que la vibración de la cuerda la contagia de una energía indescriptible, única. Sabe que no danza sola, además de sus compañeros, dentro de ella se menean sus legendarias antecesoras, Rosa Luna y Marta Gularte; y también cada niña codiciosa de su desparpajo. Sabe que tiene chances de llevarse al premio a la mejor vedette de las llamadas del año. Sabe que los aplausos y el aliento de hombres y mujeres  incentivan el movimiento de sus caderas y hombros tanto como el eco de los tambores hace temblar al palco oficial.
 No sabe que Rob, agradecido por primera vez a sus grandes orejas que tanto le permitieron sentir,  la esperará mirando al río. En el punto de llegada.
                         Andenes  de  leche, por Carolina Diéguez



                               La    Lucila,   a    la    vuelta    del    otoño    detrás    de 
                           La    acodada    esquina,    revuelo    de    aromas    mora-
                           dos.    La    niña     juega    en    su    pequeño    teatro.


                            Estoy   a   oscuras.     Permanezco   entre  bambalinas   y
                            la    contemplo.    Siempre    la    presiento.
                            

                            Al     otro     lado     del     andén     un      cuerpo       pe-
                            queñito    tirita.

                            
                            Aquí    el     invierno     apresurado,     un    cúmulo    de
                            bocas    frías,    se    anuncia    – me    roza    la    piel –.


                            La  estación

                            Un    desorden    de    cardos,    se    invoca    entre    rit-
                           mos     de    cuerpos    desanunciados.


                            Largas,    esbeltas,    enredadas,    las   alas    del    sauce
                            viborean    sobre    los   adoquines.    La   niña   las   mi-
                            ra,   con   los   ojos    perdidos    en   el   sol   del   títere
                            bajo    la    penumbra    del    sauce.


                            Guerrilla   de  manos   las   ramas   increpantes  al  cruce
                            del     andén.    Un    quiebre.    La    tarde    se    cae.
                            Un    remolino    de   huesos   y   guitarras,    la niña,   el   
    títere,    dentro    del    tazón    de    leche.


                            Hace    frío    en    el    andén.


                          





     la  niña

                            las   manos   ajadas   del   otoño   envuelven   a  la  niña
    en   traje   de   hojas   secas,

  
     la    niña   suda   la  piel   del   títere   en   los   andenes
                            de   mis   huesos;


                            los   huesos   (mis huesos)    tiñen   el   telón,    blancura
                           del     invierno    donde    la     niña     tirita    sus     hilos
    en   el    quiebre    de   la    rama


    astillas     de     frío     tejen      la      luna     juegan     el
    juego     en    cada     derrumbe,     rodilla,     codo,
    nuca,     el    ojo    de    la    niña     ciega    el     corazón
    del     títere


    la    niña    llora   aliento   de   peces    en   los  pliegues
    del    invierno


    le    seco    las     mejillas    con    la    lengua     húmeda
    en     el     títere     quebrándose
    sobre     las     vías


     el   títere

    perdido    el    ojo,     rasguido   de    huesos,   la     niña
    busca    al   títere   en   el    andén
    rayuela   de   peces   sobre   los   adoquines   donde   el
    títere    muerde    la   noche,   desangra   voces
    entre     guijarros    y     astillas    la    niña     lo    busca
    –furia   de   hojarasca   en   el    borde–


    hace    frío    (de   arcilla    y    leche)    en     el     tazón



   





    quien observa

                            también     hace    frío   en    la    estación      pero     no
                            crispa    ni   hay   lenguas   húmedas   y   el   barro    se
                            quiebra


                            busco  al  títere  que  busca  a  la  niña  que   busca    el
                            ojo   que   llora   en   el   andén


                            ¿no   era  yo  el  títere  cuando  la  niña    moría     entre
    guijarros   de   frío   de   leche   en   las   manos   ajadas
    del    invierno?


    (quién   sabe)
    yo    lamía    su    apetito   de   huesos   en   el    quiebre
    de   la   infancia.


   Ahora    busco    los    guijarros    pero
   hace     frío     (sin    barro    y     sin    leche)      delante
   del    andén.




    









                            

                                

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